29 ene 2013

Velas de Adviento (3era parte)


Ella se acercó hasta la puerta que le había indicado. Entró despacio. El dormitorio le parecía una de las estancias más privadas de cualquier casa. Era como entrar en la intimidad de las personas. O al menos así lo entendía ella. Ésta era igual que la casa, amplia y desprovista de muebles recargados o adornos innecesarios. Pintada de un color claro mostraba una gran cama al frente, sobre la que colgaba en la pared una lámina gigante de uno de los que también era sus pintores favoritos: Kandinsky. Un armario con las puertas de espejo y una cómoda. Eso era todo. Vio la percha y se dirigió hasta ella. Colgó su abrigo y su bolso y fue a buscarlo a la cocina. Desde el pasillo ya llegaba hasta su nariz aquel olor tan característico. No era lo que más le gustaba pero decidió aceptarlo. Brindaron por ellos y tomaron un primer trago. Hans cogió la copa de ella y la dejó sobre la encimera. Después dejó también la suya sin dejar de mirarla muy fijamente a los ojos. Ella se quedó inmóvil. Imaginaba lo que venía después, y sintió un escalofrío en todo su cuerpo al ver que él se acercaba de nuevo. Después de sellar sus labios todo fue muy deprisa. Se quitaron parte de la ropa el uno al otro, con pasión, con prisa, como si el tiempo corriera en su contra, regalándose todos los besos y las caricias que les habían quedado pendientes en su adolescencia. La tensión iba creciendo. No se dijeron ni una sola palabra más. Tomaron un último sorbo de aquella bebida dulce y caliente,  y se dirigieron de nuevo hasta el dormitorio. Hicieron el amor, reconociendo, palpando y besando cada parte de sus cuerpos y recordando que alguna vez se habían sentido tan cerca como en aquel momento. Para ellos aquella era su primera vez, la que nunca había llegado hasta entonces. Más tarde, se arroparon y se quedaron dormidos. Virginia se despertó y sintió una pequeña punzada en su corazón. No quería enamorarse. No quería rescatar nada que perteneciera a su pasado. Lo miró a él, dormido plácidamente junto a ella, estrechándola entre sus brazos y sintió pena. En pocos días todo habría pasado e ella volvería a su trabajo, a su escritura, a su rutina, tan previsible, tan anodina…quiso revelarse contra aquellos pensamientos, pero se quedó dormida nuevamente, escuchando el sonido de su respiración, apacible, suave, relajante.
La luz entraba por la ventana de la habitación cuando Virginia se dio la vuelta tratándola de esquivar. Tenía sueño pero abrió los ojos buscando a Hans en la cama. No estaba. Se incorporó y escuchó ruido en la cocina. Le dolía un poco la cabeza. No estaba acostumbrada a beber y aquella copa de ponche, tan dulce, mezclada con la generosa cantidad de vino que había bebido en la cena, le habían hecho su efecto. Se sentía extraña…y apurada. Ahora llegaba aquello de “el dia después”, cuando tendrían que mirarse a la cara como si tal cosa, cuando apenas hacía unas horas se habían revolcado en aquella misma cama. No era, lo que se dijera, demasiado promíscua, ni demasiado ni nada más lejos de la realidad, y se sentía torpe. No sabía cómo reaccionaría al verlo de nuevo, pero no le dio tiempo a pensarlo. Lo vio asomarse por la puerta y se tapó en un gesto reflejo que, un segundo más tarde, le pareció de lo más ridículo.
-          Buenos días – dijo Hans acercándose hasta ella dándole un beso en los labios.
Su rostro reflejaba naturalidad. Como si aquello que había pasado entre ellos fuera la cosa más normal del mundo. Como si llevaran juntos mucho más tiempo y no poco más de doce horas, como era en realidad.
-          Buenos días – contestó Virginia todavía sin reaccionar.
-          He preparado algo para desayunar. Como no sé lo que te gusta, un poco de todo.
-          Eres muy amable. Si no te importa, primero iré al baño.
-          Vaya, eso de amable me ha sonado a auténtico cumplido. Me esperaba otra cosa.
-          ¿Otra cosa? Es que no sé muy bien qué decir. No pienses que esto que pasó ayer me pasa muy a menudo.
-          Imagino, y te entiendo, creo que a  mí me pasaría algo similar.
-          ¿Cómo? – contestó Virginia con cara de pocos amigos.
Él ya estaba de pie, mirándola, cuando sintió que sus palabras podían haberla herido.
-          No, no, no – dijo de nuevo acercándose hasta ella – a lo que me refiero es que cuando viajo no suelo tener “affairs” con las recepcionistas de los hoteles en los que me hospedo. Nada más. Sólo quería decir eso.
Tan pronto como aquellas palabras estuvieron en los oídos de Virginia, él quiso que se lo tragara la tierra. Aquello de “affair” le había sonado tan mal que no dudó en rectificar.
-          Y que conste que lo nuestro no es un “affair”. No pienses en ningún momento que me lo he tomado así.
Virginia no pronunciaba palabra. En el fondo le divertía verlo tan apurado. De manera que calló hasta ver a dónde podía ir a parar con una nueva frase.
-          Lo nuestro ha sido retomar una bonita historia de amor, truncada por unos hechos…bueno truncada. Me gustaría que nos siguiéramos viendo.
-          Ya nos estamos viendo ¿no? – apuntó ella en un tono más bien irónico.
-          Sí, sí, pero me refiero…
Antes de que él pudiera terminar su frase ella le tapó los labios con sus dedos y se aproximó hasta él para besarlo después. No se lo podía creer, estaba tomando la iniciativa, y lo que parecía que iba a ser un desayuno se convirtió en pocos minutos en una nueva tentativa de “affair”. Tumbados en la cama, después de haberse regalado nuevamente toda la pasión que tenían acumulada, Virginia decidió que había llegado el momento de hablar. Él se merecía conocer la verdad.
-          Verás – comenzó – no lo supe hasta unos años más tarde, cuando mi padre cayó enfermo y antes de morir quiso explicarme qué había sucedido aquel día.
-          ¿Qué es lo que no supiste? – preguntó él mientras se giraba hacia ella en la cama y ponía toda su atención.
-          Mis padres parecían un matrimonio feliz. Normal, diría yo. Mi padre salía a trabajar cada mañana mientras mi madre se ocupaba de la casa, de la compra, de nosotros. Algo que me parecía normal de toda la vida. Ella había logrado integrarse en la sociedad alemana pero el idioma le impidió durante todos aquellos años realizar el trabajo al que se había dedicado mientras vivió en España.
-          ¿Y cual era su trabajo?
-          Era correctora en una editorial, y hacerlo desde aquí le resultaba muy difícil. No había las posibilidades que hay hoy en día con los ordenadores y todo eso. Así que renunció a su trabajo y se dedicó a su familia.
-          Tiene que se difícil renunciar a algo cuando te gusta.
-          Imagino. El caso es que yo los veía normal, y lo normal era que se hablaran lo justo. Casi nada. Pero no había peleas, ni gritos, ni nada por el estilo.
Hans asentía con la cabeza interesándose por aquella historia que le iba a desvelar las respuestas que tantos años había imaginado en su cabeza, sin conocer las verdaderas.
-          Mi madre mantuvo durante algún tiempo una historia amorosa con otro hombre, vamos, un “affair” como tú dices, solo que éste ya duraba mucho más de lo normal.
-          Entiendo.
-          Mi padre lo sabía, según me contó, pero no quiso decirle nada, con la esperanza de que aquello se acabara de un momento a otro. Él conocía su añoranza por España, por su clima, por la calidez de su gente, en fin, que hubiera querido volver, pero el trabajo y nosotros estábamos aquí.
-          Ya, es que en España se vive muy bien – apostilló Hans por decir algo.
-          Un día, mi padre volvió a casa, pálido, amarillo y con una expresión muy extraña en su rostro. Se acababa de enterar de quién era el amante de mi madre.
-          ¿Alguien que quizás él conocía?
-          Sí, un compañero suyo de trabajo con el que habíamos compartido muchísimas barbacoas, con él, con su mujer y con sus hijos. Estábamos a mitad de octubre, a finales del primer trimestre escolar.
-          Sí, recuerdo aquellas fechas.
-          Entraron en la habitación para hablar, pensando que no les oiríamos, pero los gritos llegaban hasta la calle. Yo me moría de la vergüenza, me tapé los oídos hasta el punto de dolerme la cabeza. Mis hermanos no estaban en casa. Eran algo mayores que yo, y ya tenían permiso para volver casi a la hora que les diera la gana. Volvieron a salir de la habitación, cada uno por su lado, callados, como si la historia no fuera con ellos y ninguno quiso explicarme qué estaba pasando. En aquel momento mi padre ya había tomado la decisión. En una semana como mucho nos marcharíamos de allí, todos, incluida mi madre, con destino a Portugal.
-          ¿Portugal? ¿Y qué había en Portugal? – preguntó extrañado Hans.
-          Una sucursal de la misma empresa en la que él trabajaba, al sur, cerca de Lisboa. Le habían hecho varias ofertas durante los últimos años, pero él siempre las declinaba pensando en nosotros y en mi madre. Sabía que ella no quería un nuevo traslado. Y al final supo por qué. Aquella tarde había dado un sí rotundo y definitivo y su incorporación iba a ser inmediata. Le ofrecían vivienda, colegio para nosotros y todo lo que necesitáramos hasta sentirnos cómodamente instalados. Y no nos dijeron nada. En unos días nos íbamos. Él se encargó de avisar en el colegio y de todo el papeleo. A mis hermanos y a mí nos  comunicaron con cuarenta y ocho horas de antelación que nos íbamos a otro país, como el que se va de excursión un domingo. Ninguno nos lo podíamos creer, pero era cierto. Él trató de explicarnos que de otro modo lo echarían del trabajo y que esa era la razón de tantas prisas. Nos lo tuvimos que creer.
-          Pero si podía haber ido él solo y más tarde vosotros.
-     Sí, eso le dijimos, pero su argumento fue que la casa en la que vivíamos, que era alquilada, la ocuparían en menos de quince días otra familia y que no daba tiempo de buscar otra. Y nos lo creímos, como tontos. Los propietarios eran la misma empresa para la que iba a trabajar en Portugal, y no tuvimos otro remedio que conformarnos. Allí, en nuestro nuevo destino, ya teníamos donde vivir, los jefes lo habían solucionado todo. Mi madre se mantuvo al margen durante toda aquella explicación, durante aquellos días de trasiego y prisas por embalar toda una vida y durante el resto de su vida, aunque ésta iba a ser más corta de lo que nadie se imaginaba.
-          ¿Cayó enferma? No me extraña. Si puedo dar mi opinión, la decisión de tu padre me pareció bastante cruel. Si ya no se querían podían haberse divorciado, como hace la gente normal.
-          Sí, pero él la quería mucho, hasta la enfermedad diría yo. Era una mujer muy guapa, muy alegre, muy activa. Él entendió que su amor tenía que traspasar aquel engaño y que yéndonos lejos todo cambiaría. Ella se vio entre la espada y la pared. Le pidió el divorcio cuando él le planteó aquel viaje, y ahí salió todo a relucir. Mi padre le dijo que lo sabía todo y ella lo confesó. El le dejó bien claro que durante todo el tiempo que durara el proceso de divorcio no le pasaría ni un marco, y que por lo tanto tendría que ingeniárselas sola para vivir. Éramos cuatro personas dependientes de su sueldo. Así eran las cosas…aunque no creas que tampoco han cambiado tanto desde entonces. Todavía hay muchas mujeres que no tendrían dónde caerse muertas, ellas y sus hijos.
-          Estoy de acuerdo contigo. Todos tendríamos que sentirnos igualmente obligados a trabajar y a cuidar de nuestros hijos.
-          Por eso hay veces que me alegro de no haber tenido hijos. La verdad es que en muchas ocasiones acaban sufriendo los errores de los padres. Es injusto.
-          ¿Y que tal allí?
-          Mal. Llevábamos viviendo algo más de dos meses. La casa estaba bien y nosotros habíamos hecho un proceso de adaptación meteórico, con el curso empezado y todo. A mis hermanos les costó un poco más que a mí. En la escuela todos fueron muy agradables desde el principio.
En ese instante Virginia dejó de hablar unos segundos. Sentía un nudo en la garganta que cada vez se hacía más grande y que le impedía avanzar en aquella confesión que, por primera vez, le explicaba a alguien tan cercano y tan lejano a la vez. Hans notó un ligero temblor en sus labios, y trató de consolarla.
-          ¿Estás bien? Si no me lo quieres contar no pasa nada. Ya sé por qué tuviste que marcharte de aquella manera. No necesito saber nada más, de verdad.
-          Pero yo quiero explicártelo – le contestó ella con lágrimas en los ojos- han sido muchos años de silencio y de vergüenza.
-          Como quieras. Yo te escucho – dijo Hans abrazándola con fuerza.
-          Estábamos muy cerca de las fechas de Navidad. Nuestras primeras navidades fuera de casa, sin familia cerca, bueno la de mi padre, y él venía del trabajo contento como si aquel cambio de aires le hubiera devuelto la alegría y la tranquilidad. Mi madre en cambio, apenas salía de casa, casi no se arreglaba y todos pensábamos que estaba pasando por una depresión, pero que para aquellas fechas en las que tanto le gustaba adornar la casa, hacer galletas y todo lo demás se le pasaría un poco.
-          Normal.
-          Justo después de la cuarta semana de adviento, antes de Navidad, una tarde, volviendo del colegio, llamé y llamé a la puerta hasta desgastar el timbre para que me abriera. Las luces estaban encendidas, podían verse desde la calle. Y ella no solía salir de casa, y menos de noche. No tenía amigos y las tiendas cerraban temprano, como aquí. Cuando llegó mi padre del trabajo, me encontró hecha un manojo de nervios en la escalera, enroscada en mi abrigo, balanceándome de un lado a otro para no morirme del frío. Me preguntó qué hacía allí y le contesté lo que pasaba. Su gesto cambió radicalmente y casi se le cae la cartera de trabajo al suelo. Sacó las llaves de su chaqueta y abrió la puerta hecho un manojo de nervios. Yo no entendía nada. Lo vi correr escaleras arriba mientras yo iba detrás de él intentando alcanzarlo, pero era imposible. Antes de llegar a su dormitorio, escuché los gritos y me quedé paralizada. No sabía si echar a correr hacia arriba o hacia abajo. Entonces él empezó a gritar su nombre. Subí de tres en tres aquellos escalones en los que mis hermanos y yo hacíamos carreras y ese día habría ganado, te lo seguro.
Una sonrisa agria se dibujó en su rostro. Hans seguía escuchando sin atreverse a intervenir.
-          Cuando entré en el cuarto los vi. Él abrazado a ella como si fuera un niño, llorando como no lo había visto nunca y gritando que cómo había sido capaz de llevar a cabo su amenaza. Ella inerte, con el cuello flácido girado hacia mí, los ojos cerrados y los brazos colgando por detrás de los de mi padre. Mi madre había intentado suicidarse.
Virginia se tapó la cara con las manos y no pudo continuar. Lo había dicho. Por fin lo había dicho. Hans la tomó nuevamente entre sus brazos y trató de consolarla. Aquel contacto con otro ser humano la venció. Lloró y lloró desconsoladamente igual que la había visto llorar aquella noche frente a su casa.
-          Ya está, ya está – le decía él intentando imaginar aquella escena tan trágica desde la mirada de una adolescente.
-          Entonces…- continuó ella entre hipos – corrí hacia ellos golpeando a mi padre, con la única intención de que me dejara estar junto a ella. Pero él se aferraba cada vez más fuerte a su cuerpo, sin que ella reaccionara. Me gritó diciéndome que llamara a una ambulancia. Yo corrí escaleras abajo, sin saber qué tenía que hacer, ni qué tenía que decir. Como pude, llegué hasta la cocina y marqué un número de emergencias que teníamos apuntado en la nevera. En menos de un cuarto de hora se la llevaban al hospital. En la ambulancia íbamos mi padre y yo con ella. Todavía vivía y yo rezaba todo lo que sabía, cruzando mis dedos, rogando que no le pasara  nada. Siempre le decía que quería parecerme a ella y verla de aquella manera era superior a mí. Mientras mi padre respondía torpemente a las preguntas de los médicos, yo la abrazaba y la miraba pidiéndole al oído que se despertara.
De nuevo se quebró su voz. Hans sintió deseos de llorar también. Estaba imaginando su angustia, la pasada y la presente, y no quería saber más, pero ella parecía necesitarlo, y la dejó hablar nuevamente.
-          Me pasé el resto de sus días pegada a ella, en una unidad de cuidados intensivos o algo parecido. Estaba en coma, entubada, con respiración artificial. Aquella máquina la hacía vivir. Los médicos nos aseguraron que en el caso de que despertara no podían asegurarnos los efectos que las pastillas habían causado en su cerebro. Se habían visto afectados el estómago y el hígado, pero desconocían cómo le afectaría toda aquella cantidad de cosas que debió tomar debido a la falta de oxígeno que al parecer había sufrido por unos segundos. ¡Unos segundos! Gritaba yo por dentro. Aquellos segundos podían ser la diferencia entre vivir o morir.
-          Entiendo que finalmente murió – susurró Hans casi sin atreverse a escuchar la respuesta.
-          Sí. Murió el día de la Nochebuena.
Un silencio atronador se instaló entre ellos, que ninguno se atrevía a romper. Ella lloraba sobre su pecho y él trataba de encontrar las palabras adecuadas que dieran fin a aquella angustia. Pero no existían. Aquellas palabras no estaban escritas en ningún diccionario, a pesar de que habían pasado muchos años. Virginia se incorporó de la cama porque casi no podía respirar. El llanto guardado tanto tiempo habían ocupado su garganta y sus fosas nasales. Quería ir al baño a refrescarse un poco. Se giró hacia Hans y le dijo cariñosamente:
-          Menudo “affair” te he resultado ¿no?
-          En absoluto – contestó él emocionado – ahora me explico muchas cosas, y habría preferido que las razones fueran otras muy distintas, pero eso no se puede cambiar.
-          Desde luego. Voy al baño y ahora vuelvo.
-          Está bien – contestó él incorporándose también – ese desayuno que te tenía preparado está esperándonos en la cocina. Voy a calentar un poco de leche. Te espero.
-          De acuerdo – dijo ella antes de cerrar la puerta del aseo.
Virginia volvió al cabo de unos minutos con la cara recién lavada y el gesto ligeramente más tranquilo. Se acercó a él y lo besó en la mejilla. Sentía mucho dolor por todo lo que acababa de confesarle, pero también mucho consuelo por haberle dado una explicación a aquel hombre al que, siendo todavía un joven adolescente, había abandonado sin decir ni adiós. Tras el beso, continuó:
-          Odio la Navidad, ¿lo entiendes no?. Esa noche, la de ayer, me trae siempre un recuerdo maldito que borraría del calendario. Y no es que sea culpa de nadie en concreto, pero desde entonces, no la celebro. Y desde el momento en que pude hacerlo, viajo siempre donde no me conozcan, donde no tenga que estar todo el tiempo felicitando algo que para mí significa cualquier cosa menos felicidad. Mi madre se fue ese día y nunca volvió. No me pude despedir de ella. bueno yo sí, pero ella no pudo hacerlo. Nunca despertó.
-          Quiero ponerme en tu lugar. Es muy triste, pero la vida debe continuar y si había algo que dices que te gustaba de tu madre era la alegría que ella desprendía ¿no? Pues deberías rendir homenaje a su memoria de esa manera. Que muriera en esas fechas fue circunstancial, nada más.
-          Quizás sí. Pero nunca le perdoné a mi padre que no lo hiciera mejor. Solo tenía que dejarla vivir su vida, lejos de él. Ya no se querían como antes, y mi madre habría sido capaz de salir adelante, estoy segura. Fue ella la que lo engañó, pero él se encargó de castigarla hasta la desesperación. Lo supe todo mucho antes de que mi padre me lo contara, antes de morir. Mi madre había escrito una carta, dedicada a mí y a mis hermanos, en la que nos explicaba las razones que la habían conducido a tomar aquella decisión. La encontré algunos días después de su entierro, en un cajón de su mesita de noche, cuando nos disponíamos a vaciar su armario y sus cosas. Reconocía que había cometido un error con nuestro padre, al que alguna vez había amado de verdad, y había intentado salir adelante sola, pero no pudo resistir aquella presión desde que la había descubierto y había tomado la decisión de marchar, por todos. Nos pedía perdón por ser tan cobarde y nos decía que nos quería mucho, que habíamos sido las alegrías de su vida. Entonces yo me preguntaba: ¿por qué no había pedido ayuda? ¿Cómo nos podía querer tanto y dejarnos solos cuando todavía éramos unos niños? Eso no se puede superar, solo se puede maquillar buscando argumentos que te ayuden a entender, pero nunca acabas de entenderlo del todo. Mi padre se sintió culpable de lo ocurrido hasta el punto que le salieron canas de golpe. Nunca quiso volver a vivir aquí, y antes de jubilarse cayó enfermo. Él añadió algunas otras cosas que yo no había sabido por mi madre, por su carta…y entonces le perdoné. Quise hacerlo antes de que muriera. Me juró que la había querido con locura, y que no podía quedarse de brazos cruzados sabiendo lo que sabía. Y tampoco se podía marchar y dejarnos allí, sin poder estar con nosotros. Había sido un buen padre todo aquel tiempo, mientras nos hacíamos mayores, estudiábamos y nos forjábamos un futuro. Yo también le quería…y lo perdoné.
-          ¿Y tus hermanos? – preguntó Hans con el ánimo de aligerar la carga emocional que nuevamente se estaba dibujando en el rostro de Virginia.
-          No supieron nunca de aquella carta. No quise enseñársela. La llevo siempre conmigo, a todas partes. Es lo último que supe de mi madre. Mi hermano mayor vive en Estados Unidos, con su mujer y sus hijos. Hace algunos años que no nos vemos. Es difícil moverse en familia y más cuando no te sobra el dinero. El mediano es profesor de literatura en un instituto en Sevilla. Se fue allí cuando aprobó las oposiciones de maestro. Siempre le gustó España y estudió español. Es una persona poco habladora y, al igual que yo, prefiere perderse en cualquier parte cuando llegan estas fechas.  sigue soltero, y soltero se quedará, al paso que lleva…
Virginia sonrió por primera vez en mucho rato. Parecía divertirle aquello de la soltería de su hermano.
-          Al paso que lleva… ¿qué quieres decir? – preguntó Hans dispuesto a seguir escuchándola.
-          Pues que ya ha pasado de los cuarenta,  cuando hablamos por teléfono me cuenta alguna de sus peripecias y a mí me parece que a éste ya no hay quien lo domestique. Es un espíritu libre.
-          ¿Y a ti? – se atrevió a insinuar Hans, mirándola a los ojos mientras se acercaba a ella.
-          ¿A mi qué? – contestó ella algo sorprendida.
-          Que si a ti hay alguien que te domestique.
Podía esperarse cualquier respuesta. En realidad había sido una desconocida hasta hacía pocas horas, así que respiró hondo asumiendo cualquier respuesta.
-          Hasta la fecha no – contestó ella muy solemne – pero quien sabe. En ocasiones volver la vista atrás resulta muy interesante…
-          Eso creo yo – dijo él antes de acercarse un poco más a ella para darle un beso.
-          No sé cuanto tiempo me queda para vivir la vida que quiero vivir, hacer las cosas que quiero hacer y amar a quien yo quiera amar, pero estoy dispuesta a darme una oportunidad.
-          ¿Y en esa oportunidad yo tengo alguna cosa que hacer?
-          Es posible – contestó Virginia sonriendo – eso sí, tendrías que venir a vivir a Barcelona. Me debo a mis lectores – advirtió divertida. Además, el clima de este país es un asco, si quieres que te sea sincera.
-          Dice un refrán…”no existe el mal clima, solo la gente mal vestida”, o algo así.
-          Sí, es cierto, pero no me convence.
-          De acuerdo. ¿Brindamos por el buen clima?

Como en un sueño escuchó el timbre de un teléfono que llamaba y llamaba sin parar. Se sobresaltó y trató de alcanzarlo desde la cama pero cuando llegó al auricular  y descolgó, éste solo emitía el sonido de la línea. Miró su reloj. Se había quedado dormida. Todavía aturdida se levantó de la cama y miró por la ventana de su habitación. Volvió hasta la mesilla de noche y se quedó mirando el teléfono. Se sentó de nuevo mirando aquel aparato como si pudiera hablarle. Marcó el número de recepción y al otro lado contestó él:
-          Buenas noches.
-          Buenas noches, creo que he recibido hace un momento una llamada desde aquí.
-          Es cierto, disculpe - contestó Hans-  Tenía que avisar a otro huésped y sin querer he marcado el número de su habitación – mintió.
Se hizo un silencio.
-          ¿Todo está a su gusto?
-          ¿Perdón? – contestó Virginia sorprendida ante aquella pregunta- ah sí, gracias. Solo una cosa más…
-          Usted dirá…
-          ¿Su nombre es Hans?
De nuevo el silencio se instauró a ambos lados de la línea.
-          Hans…- no se atrevía a pronunciarlo, pero las palabras escaparon de su boca – Hans Gerber?
-          Sí – sonó rotundo al otro lado.
-          Gracias – dijo finalmente antes de colgar.
En aquel momento ninguno de los dos podía ver el gesto del otro,  pero ambos sonreían en silencio.
Fin...
PepaFraile 2013

26 ene 2013

Velas de Adviento (2a parte)


Se despertó sin que le sonara el reloj y eso la desorientó al principio. Estaba demasiado acostumbrada a aquella terrible melodía, que por más dulce que quisiera ser en cualquiera de los tonos elegidos, no significaba otra cosa que había llegado la hora de ponerse en marcha, casi cada día del año. No es que no le gustara su trabajo, pero dormía poco y eso, al final de cada semana, le iba pasando factura. Desde hacía algún tiempo, desde que sus novelas habían comenzado a ser reconocidas por un mayor número de lectores, combinaba su trabajo con la escritura, las presentaciones y la asistencia a algunas celebraciones a las que era invitada. No es que no le gustaran, pero se tenía por una mujer más bien solitaria, a la que le gustaba disponer de su tiempo para pensar. Ahora era un poco más difícil, y se sentía agradecida, pero eso no evitaba que  la mayoría de las veces tuviera que hacer verdaderos esfuerzos para dejarse llevar por aquellas circunstancias. En su trabajo, en el de siempre, la alentaban a no perderse ni una sola de las oportunidades de aparecer en público.
Se  levantó y se acercó hasta la ventana para descorrer por completo las cortinas. Sus ojos hicieron un guiño al ser invadidos por el sol. Un sol radiante en un día extrañamente azul allí y en aquellas fechas. Pero se maravilló. Desde su ventana podía distinguir, desde todo su esplendor, el lago. Tamkumsee. La noche anterior no había reparado en observar las vistas que daban al exterior desde su habitación y, de pronto, ante sí tenía un paraje que se intuía verde y hermoso, salpicado de abetos y vegetación cubierta por un manto de nieve que apenas lograba deshelarse antes de la noche. Al fondo y rodeado de un bosque por el que tantas veces había corrido en bicicleta, estaba el lago, que aparecía brillante, dibujando un paisaje paralelo en el cristal de su fina capa de hielo. Era precioso y no tuvo más remedio que sonreír presa de aquella imagen que tanto le gustaba. En verano, aquel lago se convertía en una especie de playa, incluso con su arena, a la que acudían personas de otros pueblos y pedanías.  Sus aguas eran cálidas y la falta de oleaje le confería un aire de piscina natural a aquel lugar, ocupado entonces por personas, canoas, patinetes, peces y patos que recorrían el lugar, orgullosos y tranquilos.
Se retiró de la ventana y miró el reloj. – ¡Madre mía, pero si son más de las nueve! – dijo en voz alta apresurándose en dirección al lavabo. Se lavó la cara, se maquilló suavemente los ojos, se recogió el pelo en un moño que aún estando mal hecho sabía que le favorecía y se vistió para bajar a desayunar antes de que retiraran el servicio. ¿Cómo podía ser que se hubiera levantado a aquellas horas y más en una cama y en un colchón extraño?- se preguntaba mientras buscaba las escaleras para bajar por ellas hasta la planta de abajo. Debía ser el cansancio y el frío que había pasado la noche anterior. También se acordó de cómo había llorado y asintió con la cabeza mientras llegaba a la recepción. Echó un vistazo pero no vio a nadie. Miró la puerta que el recepcionista le había indicado y se dirigió hasta allí, donde todavía permanecían algunos huéspedes que, rezagados como ella, todavía estaban desayunando. Saludó con la cabeza y susurró un buenos días discreto…”morgennn”, arrastrando un poco la ene final y ahorrándose el Guten, como hacía casi todo el mundo allí.
Se preparó unas tostadas con algo de embutido y un zumo de naranja y buscó una mesa donde sentarse. Mientras se preparaba sus tostadas, ajena a la conversación que tenía la familia de al lado, sintió una presencia en su espalda que la hizo girarse. Era Hans. Ella se echó la mano al pecho, en señal del sobresalto. El hombre hizo un gesto de saludo inclinando la cabeza al tiempo que se echaba, igual que ella, su mano derecha al pecho.
-          Buenos días, señorita Virginia.
-          Buenos días – contestó ella inmediatamente. ¿Tiene costumbre de aparecer de improviso en la espalda de sus huéspedes?
-          Disculpe, no quería asustarla. No sabía que estaba usted aquí. He venido para revisar que no falte nada en el comedor. Todavía quedan algunas personas que no han bajado y tendremos que reponer leche, zumos y alguna repostería.
Ella lo miraba absorta, sin entender a cuento de qué aquel hombre le estaba explicando todo eso a ella. Qué le podía importar.
-          Ah, perfecto – contestó seca mientras esperaba inmóvil a que él se marchara de nuevo.
Pero no parecía tener intención de irse. Continuaba mirándola mientras a ella le estaba empezando a doler el cuello. Virginia estaba incómoda, por la postura y por su presencia, de manera que atajó aquello lo mejor que supo en ese momento.
-          Entonces… ¿tiene algo más que decirme?
-          Pues ahora que lo comenta sí – contestó él sin perder la sonrisa.
-          ¿Y bien?
-          ¿Recuerda lo que le dije ayer sobre los regalos de Navidad que encontrarían todos los huéspedes junto al árbol?
-          Si quiere que le sea sincera no lo recuerdo. Llegué muy cansada del viaje y lo primero que hice fue irme a dormir.
-          ¿Perdón? Pensé que había ido usted a cenar con unos amigos. Al menos eso fue lo que me dijo, según recuerdo.
Aquella indiscreción indignó a Virginia. La escena le parecía de lo más absurda, aquel hombre de sonrisa incombustible de lo más descarado y el tirón que su cuello estaba empezando a experimentar de lo más incómodo. Lo miró fijamente a la cara y giró la silla hacia él, que no se había movido de allí ni un solo centímetro. Le fastidiaba que aquel desconocido estuviera interrogándola como si tuviera que darle explicaciones de nada.
-          Está bien. Me parece que esta conversación ha llegado a su fin. Si no le importa querría seguir desayunando.
Volvió a girar la silla sin esperar ninguna otra respuesta. Estaba furiosa.
-          No se preocupe y disculpe si la he molestado. ¿Querrá café solo o con leche?
-          Con leche por favor – contestó ella sin ni siquiera mirarlo - gracias por todo.
-          No hay de qué.
Al fin intuyó que se había marchado. Respiró hondo, aunque le costó algunos intentos, y continuó con sus tostadas. Él había sostenido aquella pose sonriente solo hasta el momento de girarse de nuevo. Relajó su mandíbula y se dejó llevar por lo que estaba sintiendo en aquel momento. Le dolía la manera en que lo había tratado. Quizás era la misma persona, aunque le costaba creerlo. Repuesto aquel revés recogió el regalo de Virginia y lo depositó en el plato en el que puso el café con leche. Era un objeto pequeño, muy pequeño, pero ella sabría darle la importancia que tenía si todavía se acordaba. Mandó a una de las camareras que se lo llevara. Virginia atendió al teléfono que no paraba de sonar. Estaba en el modo silencio, y eso al menos le había evitado el apuro de sentirse observaba por algunas otras familias que ya se habían decidido a bajar. Dos niños correteaban entre las mesas sin que sus padres se mostraran estresados. Era Navidad y estaba permitido casi todo, pensó mientras se disponía a descolgar el teléfono.
-          Martín, ¿Qué tal estás?
-          Feliz Navidad querida, eso digo yo ¿qué tal va todo? No nos has dicho dónde has dirigido tus pasos esta vez.
-          No lo digo nunca.
-          Lo sé, era para ver si picabas- contestó su editor emitiendo una carcajada que le llenó la oreja a Virginia- . En serio ¿todo bien?
-          Muy bien gracias. Estoy recordando viejos tiempos. Nada más. Volveré en una semana. Pero dime, me llamabas por alguna cosa en concreto.
-          No, por nada. Solo quería desearte unas felices fiestas, aunque sé que te dan tres patadas en el estómago, pero me sentía en el deber de hacerlo. Así sabía de ti. ¿Volverás antes de fin de año entonces?
-          Gracias. Sí. ¿Estás con tu familia?
-          Sí, ayer cenamos todos juntos, hoy otra vez comida familiar con unos tíos que vienen de Italia, mañana creo que se agregan unos parientes a los que hace años que no veo…en fin…un lío. Suerte que a Greta no le importa cocinar y le encantas estas fiestas familiares, los villancicos y las panderetas. Por mí, nos las podríamos ahorrar, pero ya sabes…en casa es mi mujer la que manda…y yo en estos casos, a callar como está mandado. Hay momentos que me dan ganas de seguir tus pasos, perderme por ahí sin que nadie sepa quien soy.
-          No digas tonterías, a ti también te gusta la Navidad. Si en las últimas semanas te he pillado tatareando el “A belén pastores…” en más de una ocasión.
-          ¿A mí?- contestó Martín disimulando una ofensa.
En aquel momento ambos se soltaron a reír hasta que Virginia se sintió observada por cuatro ojos diminutos que la miraban con cara de asombro. Se despidió de Martín, deseándole lo mejor para aquellos días y regaló a aquellos jóvenes espectadores su mejor sonrisa. Una de las camareras se acercó a ella con una gran taza de café. Junto a ésta y a la cápsula de leche evaporada había otro paquete. Virginia miró extrañada a la mujer, que esbozó una discreta sonrisa sin atreverse a más. Imaginó que no sabía ni una palabra de español. Virginia le dio las gracias y se dispuso a tomar su café sin abrirlo. Sospechaba que aquel pertinaz recepcionista era el origen de aquel obsequio, el que daban, según decía, a todos los allí hospedados. No le gustaban las sorpresas, así que lo abriría más tarde, se dijo para sí.
Entró en su habitación dispuesta a abrigarse y a dar un largo paseo por el lago. Pensó que aquel también sería un día bastante tranquilo, ya que las familias continuaban celebrando el día de Navidad y solo se desplazaban aquellos que eran invitados a otras casas a pasar el día. De pronto, se llevó ambas manos a la boca ahogando el grito que escapaba de su garganta al ver un enorme ramo de flores silvestres, de todos los colores, que estaba depositado en su cama. No le gustaban las sorpresas pero las flores silvestres, los girasoles y los tulipanes eran su debilidad. Siempre lo habían sido. Avanzó unos pasos sin atreverse a recoger el ramo. Era precioso. Finalmente lo tomó entre sus manos y observó que junto a él, sujeto por una pinza con forma de árbol de navidad había un pequeño sobre. Por un momento le tembló el pulso. Lo abrió con prisa y en él había una nota breve escrita sin nombre alguno: “Reserva en el restaurante Orangenblüte ( Haupstrasse 7 Isenbutel) hoy a las 19 horas”. Era lo más emocionante e inesperado que le había pasado en los últimos años. Su vida se había hecho completamente previsible. Ella lo había querido así. Sin embargo aquello era como una dulce punzada en el estómago. Tras la emoción del primer momento se sintió inquieta. ¿Acaso alguien sabía que estaba allí? Se había asegurado de no decir absolutamente nada a nadie. Era su momento de evasión anual y le gustaba hacerlo sola. Ya llevaba demasiados años haciéndolo como para no conocer las múltiples estrategias que sus allegados habían utilizado con ella para hacerla caer en la trampa de desvelar su destino. Sabían donde había vivido de pequeña e incluso les había contado algunos detalles de su primera juventud allí, pero conocían su rechazo a volver, aunque no las verdaderas razones. Nadie que ella supiera imaginaba que se encontraba  volviendo al pasado.
Suspiró releyendo aquella nota y no sabía qué hacer. Hans tenía casi todos los puntos para ser el principal sospechoso. Sonrió al pensar en él nuevamente y sintió un pequeño conato de arrepentimiento al pensar que quizás lo había tratado con mucha antipatía. Se acordó del paquete que había recibido junto al café y se apresuró a abrirlo. Estaba muy bien envuelto, en varias capas de distintos colores. Debajo de todas una caja que contenía tres pequeñas piedras comunes, redondas, sin más. Ninguna nota acompañaba aquel obsequio que no le decía nada. Se encogió de hombros, extrañada y curiosa. ¿Qué podía significar aquello? No tenía ni la menor idea. Se maravilló de nuevo al volver a mirar el ramo de flores, se puso unos zapatos deportivos, el abrigo, el gorro y la bufanda y se dirigió a la calle. Necesitaba airearse y decidir qué haría con aquella cita. Sentía mucha curiosidad en conocer quien podría ser y cuando pasó por la recepción sintió una especie de vértigo. Miró pero no le vio. En su lugar había una mujer que la saludó amablemente acompañando el gesto con una sonrisa. Ella se la devolvió sin más. Detrás de la puerta, junto a uno de los ordenadores de la recepción estaba él, viéndola desaparecer, preso de las dudas. Aquella noche, si ella aceptaba su propuesta, trataría de conquistarla de nuevo. Ahora sabía que estaba sola. Había descubierto su faceta de escritora a través de un colega de Barcelona, donde todavía conservaba buenos contactos que le habían hecho el favor de averiguar algunas cosas. Sabía que había estado casada pero se había divorciado, que no tenía hijos, que había estudiado contabilidad y finanzas y que todavía trabajaba para una importante firma internacional combinándolo con la publicación de sus primeras novelas. Sonrió al pensar que quizás en alguna explicara las razones que él había tratado de imaginar tantas veces. Pidió un ejemplar de cada una de ellas, que llegarían pasadas las fiestas. Ella ya no estaría pero eso le daba igual en aquel momento. Lo que más importaba en aquel instante era la cita a la que la había emplazado.
Llevaba más de media hora delante del espejo intentando maquillarse. Lo hacía en contadas ocasiones y ésta vez era una de aquellas. Por suerte, había traído en su maleta un conjunto de chaqueta y pantalón que le favorecía bastante y unos zapatos de tacón por si la ocasión lo requería, aunque no imaginaba que eso pudiera suceder, con el añadido de no saber ni con quien. Durante su paseo por el lago había decidido que iría, que no tenía nada que perder. Había comprobado la existencia del restaurante y no quedaba lejos de allí, aunque igual que la noche anterior tenía un taxi esperándola para, por lo menos, llevarla hasta su destino.
Quería evitarlo pero tenía que reconocer que estaba nerviosa. Dio las instrucciones al taxista y éste se dirigió hasta el restaurante. Pagó la carrera, salió del vehículo y, durante unos segundos, se sintió tentada de volver por donde había venido. Tenía mucho miedo de hacer el ridículo y aunque estaba segura de que aquello no podía ser ninguna broma, no las tenía todas consigo. Respiró hondo, se ajustó la chaqueta debajo del abrigo, miró su reloj, se agarró a su bolso y se dirigió hasta la puerta. Llegaba con más de quince minutos de antelación, pero en la calle hacía mucho frío. Inmediatamente después de entrar un camarero muy amable se acercó hasta ella y le preguntó en alemán:
-          Buenas noches. ¿a nombre de quién está hecha la reserva?
Ella lo miró atónita. No tenía ni idea. Hizo el gesto de hablar varias veces y al final salieron de su boca su propio nombre y sus apellidos. El camarero asintió con la cabeza y se dirigió hasta uno de los mostradores donde había un libro en el que consultó el dato. La miró y le indicó con la mano:
-          Aquella mesa del fondo, la que tiene el pequeño ramo de flores silvestres- contestó el camarero mientras se acercaba nuevamente para recoger su abrigo.
-          Gracias – contestó Virginia presa de los nervios.
Atravesó el pasillo que daba hasta un pequeño resevado en el que solo había una mesa, con dos servicios y un ramillete de florecillas de colores en el centro. Se sentó y abrió su bolso en busca de su teléfono. Quería asegurarse de que tenía cobertura. Nunca se sabía- pensó. A su edad, era la situación más embarazosa a la que se había enfrentado. Ni en sus mejores años habría accedido a una cita como aquella, pero para eso tenía ya casi cuarenta años, para hacer lo que le viniera en gana sin tener que dar explicaciones a nadie – pensó. El camarero se acercó nuevamente y le ofreció una carta de vinos. Quiso pedir un agua, pero se lo pensó dos veces y en lugar de eso pidió un vino blanco. Aquello la relajaría mientras esperaba a…un hombre, una mujer, no sabía a quien. Ya se había tomado su primera copa cuando sintió unos pasos que se acercaban. No se atrevía a girarse y el corazón empezaba a latirle cada vez más fuerte. Antes de alcanzar de nuevo la botella escuchó su voz:
-          Buenas noches Virginia.
Ella se giró sin pronunciar una palabra. Lo vio allí de pie, esperando una respuesta, sonriente como las otras veces. Lo miró pero de su boca no salía ni una sola letra. Le pareció mucho más atractivo que en hotel. Iba vestido con una camisa de color crudo que resaltaba sus facciones y unos pantalones que dejaban ver una buena forma física, muy buena, pensó mientras trataba de articular alguna palabra. El vino había hecho un ligero efecto en ella aunque no el suficiente para sentirse tranquila. Sin dejar de mirarla Hans volvió a hablar:
-          ¿Sorprendida?
-          Sí y no – logró decir al fin.
-          Lo suponía. No sabía si vendría. Tenía mis dudas.
-          Y yo, no se piense. No suelo acudir a citas a ciegas y menos en un país que no es el mío.
Aquellas palabras sorprendieron al hombre, que por un momento perdió su sonrisa. Aquel había sido su país durante bastantes años. Pero se repuso.
-          Si le parece podríamos tutearnos. Aquí ya no somos cliente y trabajador.
-          Como quieras, por mí está bien. ¿Y piensas seguir ahí de pie mirándome? – se atrevió a decir ella.
-          Por supuesto que no. Que no voy a seguir de pie, quiero decir, pero antes me gustaría hacer una presentación formal. Mi nombre es Hans.
-          El mío Virginia, Virginia Müller, pero eso ya lo sabes. En este caso juegas con ventaja.
Él evitó decir su apellido y ella no se lo pidió. Tendrían tiempo para eso y para más cosas, pensó él.
Lograron que la cena se llenara de momentos informales. Ella evitó dar detalles de su vida, aunque le contó a qué se dedicaba y le habló de sus novelas. Le explicó que estaba allí buscando la inspiración para escribir su próxima novela, que se enmarcaría en aquel país, en aquella misma estación del año.
-          ¿Y por qué has decidido que fuera aquí y en Navidad?
-          No sé – mintió. Siempre me han llamado mucho la atención algunas de vuestras costumbres.
-          ¿Cómo cuales?- preguntó él interesado.
-          Por ejemplo, vuestros mercados populares de Navidad. Me parecen únicos. Esa mezcla de luces, de colores y de olores a salchichas de todos los tamaños y a bebida me resulta, cuanto menos, genuina.
-          Parece que hablas por experiencia propia- se atrevió a decir él. - Por cierto, mañana tengo intención de acercarme a Braunschweig. Quería hacer unas compras. Estaría encantado si quisieras acompañarme – insinuó bajando la voz.
-          Bueno, querría acercarme hasta uno de esos mercados pero había pensado ir sola. No te lo tomes a mal, es que pienso mejor cuando no me veo obligada a conversar.
-          Entiendo – concluyó Hans mientras les traían el segundo plato a la mesa.
Durante unos minutos ninguno de los dos volvió a tomar la palabra. Ella se debatía entre las duda de aceptar su invitación o seguir sus planes de pasar una semana sola, tranquila y sin nadie a quien tener que sonreírle. Él se debatía en su siguiente paso.
-          ¿Más vino?
-          Sí, por favor - contestó ella acercando su copa hasta la mano de Hans. Por cierto, gracias por las flores. Son preciosas, y además son mis preferidas. Las flores silvestres.
-          Me alegro mucho de haber acertado – contestó mientras sonreía para sus adentros.
Él tomó la copa antes de que su mano se retirara. Aquel fue un instante mágico. Ambos se miraron a los ojos sonriendo, sin más. Acababan de saltar chispas, y ambos lo sabían.
-          Y bien – continuó él. ¿Qué te ha dado tiempo de visitar hoy?
La pregunta era pura formalidad. Él sabía perfectamente que había pasado el día en los alrededores del lago y que había comido en el restaurante del hotel.
-          Es Navidad, está todo cerrado y las familias suelen aprovechar para comer juntas y charlar.
-          Lo sé, afirmó ella – pero he aprovechado para dar un largo y relajante paseo alrededor del lago. Es precioso, aunque cuando ya no me sentía la nariz del frío he decidido volver y comer algo. Luego he descansado un poco. Por cierto ¿Quién decide cuales serán los regalos de navidad que se ponen bajo el árbol?
-          ¿Por qué lo dices?
-          Porque me ha tocado uno que no entiendo.
-          Los regalos no se entienden. Gustan o no gustan.
-          Es verdad. Pero éste es raro. Dentro de una caja que parecía que contuviera algún anillo o algo parecido, había tres piedrecitas redondas, comunes, todas iguales. Por un momento pensé que era demasiado que el hotel fuera tan espléndido. En España no suceden estas cosas.
Hans pasó de largo el comentario. Habría otros momentos para recordar aquello. De eso se encargaría él, y aprovechó su última:
-          ¿De qué ciudad vienes?
Ella lo miró durante unos instantes dudando de su respuesta. No quería dar demasiada información a nadie de su presencia allí, ni que nadie supiera demasiadas cosas de ella, pero el vino ya había hecho su efecto y en aquel momento su guardia se encontraba en el punto más bajo.
-          De Barcelona. Vivo y trabajo en Barcelona.
Él lo sabía, pero quería oírlo de sus labios. Llevaba toda la tarde pensando cómo organizaría algunos viajes hasta allí, con alguna buena excusa de trabajo, después de su partida.
-          Es una ciudad grande y preciosa. He tenido la oportunidad de comprobarlo durante algún tiempo.
-          ¿Conoces Barcelona?
-          Viví allí durante algunos años, trabajando.
-          ¿Qué coincidencia, no?
-          Sí, así se puede decir que ya tenemos más cosas en común.
-          ¿Tenemos? ¿Qué más tenemos en común? - preguntó ella arqueando las cejas.
Su deseo de ir más deprisa en aquella cita lo había traicionado, pero su reacción fue inmediata.
-          Pues que los dos conocemos esa hermosa ciudad y que podemos comunicarnos en el mismo idioma.
-          Ah, sí. Hablas muy bien español. Ya decía yo que eso no se aprende en ninguna academia.
-          Desde luego. ¿Tú no hablas nada de alemán?
-          Bueno, un poco. Me acuerdo de muchas cosas, pero he perdido soltura – se le escapó decir.
Él había observado como la copa de Virginia se había vuelto a vaciar. No preguntó y tampoco dudó en llenársela de nuevo. Se sentía un poco villano pero no podía desaprovechar aquella ocasión y las que vinieran después. Virginia estaba empezando a hablar. Mientras reponía su copa preguntó con fingido desinterés:
-          Entonces ¿hubo algún tiempo en el que hablabas alemán?
Ella dudó, pero alzó su copa brindando al aire y le contestó:
-          De eso hace ya tantos años que no me atrevo a recordar ni cuántos. Pero no hablemos de mí. ¿dices que vas a ir a Braunsweig mañana, al Weinachtmarkt? No querría ser un estorbo. Seguro que vas a visitar a tu familia o algo parecido.
Su pronunciación había sido perfecta, pensó él. Virginia había saboreado cada una de las sílabas, dejándolas escapar de su boca junto a una sonrisa que incluso la ruborizó. Se sentía extraña en sí misma, pero no dejó de mirarlo. El calor de su cara no hacía más que ensalzar su atractivo y el brillo de sus ojos, pensó él tomando un pequeño sorbo de su copa. Todavía era la primera. Sabía que si tenía que conducir no podía tomar más que aquella, aunque habría querido brindar una y otra vez por aquel encuentro. La noche anterior la había visto llorar desconsolada como una niña perdida, y eso le había partido el alma. Necesitaba saber por qué. Hacía solo un rato que su mirada era fugaz y esquiva, y que sus palabras habían sido formales y estudiadas. Ahora se presentaba ante él una parte de la Virginia alegre y juvenil que todavía podía recordar. La observaba sin disimular su deseo y ella parecía consentir aquel juego.
-          Te repito que estaré encantado de ir contigo. Además, no me espera nadie, ni mujer ni hijos - quiso aclararle - solo quería aprovechar mi día libre y acercarme hasta allí a hacer algunas compras. Es algo que hago cada año.
-          Está bien, te acompañaré. A mí tampoco me espera nadie, así que ya tenemos algunas cosas más en común – lanzó ella alzando su copa nuevamente mientras se sonreía.
-          ¿Quieres tomar algún postre?
-          La verdad es que estoy llena. Creo que he comido y bebido demasiado.
-          Como quieras. ¿Entonces pido la cuenta?
-          Por mí perfecto.
Eran casi las once de la noche. La hora en la que muchos días todavía no había cenado en casa, enredada en unas cosas y otras, olvidándose de su estómago a menos que éste rugiera para hablarle. Llevaban allí casi tres horas. Tres horas que se le habían pasado más deprisa de lo esperado, y tenía que reconocer que aquel hombre era atractivo y educado. No sabía muchas más cosas de él, y ni siquiera si lo que le había dicho era verdad, pero no le importaba demasiado. En unos días volvería a su rutina y Hans formaría parte de su recuerdo. Igual que lo harían nuevamente aquellas calles y aquella ciudad. Salieron del restaurante. Ella le preguntó:
-          He olvidado pedir un taxi. Vuelvo enseguida.
-          En absoluto. Te llevo a casa. Perdón, al hotel. no pensarás que te voy a dejar aquí.
-          Es que no quiero causarte ninguna molestia. Seguro que tienes planes para mañana.
-          Sí, ir a Braunschweig y te recuerdo que has aceptado venir conmigo.
Los dos rieron a la vez. Hans pulsó el mando que llevaba en su mano y ambos se dirigieron hasta el vehículo. Él se adelantó hasta la puerta del acompañante para abrirla antes de que ella pudiera alargar su mano.
-          Muchas gracias – dijo Virginia en un tono divertido. – No estoy acostumbrada a tanta galantería, pero se agradece.
-          No hay de qué – contestó él cerrándola de nuevo cuando ella ya se había sentado.
Llegaron al hotel. Hans apagó el motor y las luces. Todo estaba tranquilo, como siempre. Además, después de dos celebraciones casi seguidas la gente se había ido a dormir más temprano y, por lo que había podido observar en el comedor durante el almuerzo, la mayoría de los huéspedes superaban su edad. Las únicas luces que les acompañaban eran las que el hotel había puesto para las fechas, encendiéndose y apagándose. Virginia suspiró mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad. Sus expectativas no se estaban cumpliendo en nada, respecto al propósito de aquellos días, pero lo había pasado muy bien, sin recordar más que en los momentos en los que alguna canción les decía que estaban en Navidad, que aquellas eran las fechas que ella más odiaba. Hans permanecía mirando al frente, agarrado al volante, buscando las palabras exactas que le ayudaran a  no dejarla escapar. Ella buscó su mirada antes de despedirse. Él se giró.
-          Gracias por la invitación. Lo he pasado francamente bien - apuntó Virginia esbozando una sonrisa.
Hans no dijo nada. Sus rostros se fueron acercando como si hubiera un imán que los arrastrara. No pusieron resistencia y sellaron sus labios al tiempo que cerraban sus ojos. Virginia sintió una oleada de calor que atravesó todo su cuerpo y que sacudió su cerebro. , se preguntó sin despegar sus labios de los de aquel hombre que se aproximaba a ella delicadamente mientras empezaba a abrazarla y abría su boca mordisqueando su labios para lamerlos con su lengua. Ella lo alcanzó, y respondió a aquellas caricias con tanta furia que a punto estuvo de clavarse el freno de mano en el abdomen. Sus lenguas se encontraron y lucharon por vencer aquella batalla. Sus cuerpos se juntaron hasta donde los asientos del vehículo permitían. Virginia sintió una mano  recorrer, primero su espalda, después su pecho. La respiración de ambos se hizo más intensa. Seguían besándose y explorando, por encima de la ropa, algunas partes de sus cuerpos. Virginia reaccionó e interpuso sus manos sobre el pecho de él para separarse. Se sentía confusa pero deseaba más. Lo observó y pudo ver en los ojos de aquel hombre los de alguien a quien alguna vez amó y que ni siquiera había recordado hasta ese preciso instante. Pero desechó la idea de su cabeza y le susurró al oído:
-          No sé si esto está bien. No lo estropeemos. Ni siquiera puedo invitarte a la última copa. El bar debe estar cerrado hace rato – pronunció con la esperanza de obtener la respuesta deseada.
-          Pero yo sí – contestó él al instante.
Sus ojos brillaron y trató de disimular que eso era lo que justamente estaba deseando, aunque no habría dado el paso de invitarse ella misma por nada del mundo.
-          Podrían verte algunos de tus compañeros – contestó.
-          En mi casa. No vivo lejos de aquí.
Virginia calló y se lo pensó dos veces. Quería y no quería. En realidad no lo conocía de nada, o eso creía ella. Hacía mucho tiempo que su corazón estaba vacío y no se planteaba ni de lejos iniciar una relación con nadie. No tenía ni tiempo ni ganas. Desde su divorcio, los hombres eran para ella como un mal recuerdo, y no es que le faltaran pretendientes. Su nueva faceta de escritora le había proporcionado algunas oportunidades, pero siempre las esquivaba con alguna excusa bien estudiada. En realidad, no había llegado el momento…hasta aquella noche. No sabía si era el vino, el acento, el porte, sus ojos, su sonrisa, pero aquel hombre imprimía en ella el recuerdo de alguien que le resultaba familiar.
-          ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?
-          ¿Cómo? – contestó ella confundida.
-          La última vez…la recuerdo como si fuera hoy mismo. Me pasé esperando varias horas a que llegaras. Pero no lo hiciste.
-          No me gusta este juego. ¿Quién eres? ¿qué sabes de mí?
Virginia se había puesto nerviosa y quería salir del coche, pero el sujetó su mano y se lo impidió. Ella lo miró con desprecio y sus ojos se llenaron de lágrimas.
-          Habíamos acordado colocar sobre una losa, justo delante de tu casa, la señal que nos indicara dónde nos veríamos.
El desprecio se volvió asombro. Buscó en su cerebro algo que la ayudara a recordar. Quería pero no podía. Había borrado de su mente muchas cosas del pasado. Le hacían demasiado daño. Él temía que con sus palabras hubiera echado a perder aquella oportunidad que se le había brindado. La soltó y volvió a sujetar el volante presionándolo con fuerza mirando de nuevo al frente.
-          Si quieres puedes marcharte. No te quiero retener aquí si tú no lo deseas. Quizás hayas olvidado que hubo un día en que nos amamos. He cambiado mucho, lo sé. Han pasado más de veinte años.
-          ¿Quién eres? – preguntó ella, que en el mismo instante que formulaba la pregunta recibió la señal que estaba buscando.
Lanzó un grito ahogado mientras se tapaba la boca. Clavó sus ojos en los de él y lo escudriñaba sin disimulo, buscando alguna prueba, mientras las imágenes del pasado bombardeaban su cerebro. Entonces se atrevió a pronunciar su nombre:
-          ¿Hans?
Él afirmó con la cabeza.
-          ¿Hans…? No lograba recordar su apellido. Eran demasiados años y demasiados recuerdos borrados, creía que para siempre.
-          Hans Gerber.
-          No puede ser.
-          El mismo – contestó él echando mano a su cartera para que ella pudiera comprobar su identidad – aquí tienes.
Le mostró su pasaporte y mientras ella lo leía él se dispuso a mostrarle otra foto que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. Había querido enseñársela durante la cena pero no se había atrevido. Era la muestra definitiva de quien era y qué aspecto tenía con poco más de quince años. Virginia la tomó entre sus manos y sus ojos se encharcaron de lágrimas. No podía mirarlo a la cara. No podía enfrentarse a su pasado. Suspiró profundamente y el llanto acudió a su garganta.
-          No quiero que llores- le dijo sujetándola por los hombros mientras ella se vencía y se abrazaba a él.
El llanto se volvió más fuerte y él tragó saliva varias veces para evitar romperse en mil pedazos. No quería hacerle daño. Solo que lo recordara. Pasaron varios minutos antes de que ella pudiera hablar.
-          Sí, ahora que lo dices…
Asintió con la cabeza. Abrió su bolso y buscó en su interior. Sacó la caja que contenía las piedras y se las mostró.
-          Tantas piedras como calles de distancia desde nuestro punto de referencia.
Ella lo miró sonriendo y le preguntó:
-          ¿Estabas a tres calles de mi casa?
-          Sí, esperándote.
-          ¿Y no viste como nos marchamos? ¿Casi con lo puesto?
-          No. Sabía que tu padre desaprobaba nuestra relación. Aunque no sé por qué. Me acerqué hasta allí después de esperar lo que me pareció una eternidad. Cuando llegué no vi a nadie, ni el coche de tus padres. Las ventanas estaban cerradas y las persianas bajadas del todo. No supe qué pensar, así que volví a casa con la esperanza de verte al día siguiente. Te llamé hasta desgastar tu número pero nunca había nadie. Ni siquiera los vecinos supieron darme una respuesta. Y seguí esperándote durante mucho tiempo. Tenía la esperanza que fueras tú quien dieras señales de vida, pero eso no sucedió, ni aquel día, ni al siguiente, ni al otro…hasta que llegaste ayer. No me lo podía creer. Al principio pensé que me reconocerías, y me puse muy nervioso. Pero luego busqué algunas fotos de aquella época y lo comprendí todo. Era casi imposible, aunque mi madre se empeña en decirme que tengo la misma mirada de cuando era pequeño. Era un adolescente flacucho, con cara de susto y algunos granos, que por cierto me duraron bastantes años.
Ambos se echaron a reír. Ella se limpió con un pañuelo y le ofreció otro a él. Volvió a ver la foto que todavía tenía en sus manos y lo miró. Realmente no parecía el mismo. Sonrió al comprobar que los años lo habían convertido en un hombre muy atractivo, alto, mucho más de lo que ahora recordaba, con un cuerpo trabajado en el gimnasio, y sin rastro de aquel acné que a ella nunca el importó demasiado. Le gustaba aquel chico, algo desgarbilado, que la hacía reír cada minuto que pasaban juntos.
-          Es verdad, ahora que me fijo, tus ojos son lo que menos han cambiado desde entonces.
Él no hizo demasiado caso al comentario. Sentía la necesidad de seguir hablando. No quería perderla de nuevo. No sabía muchas cosas de ella pero sí que era una mujer libre.
-          Comprobé tu nombre y al ver tu segundo apellido ya no tuve más dudas. Eras tú.
-          Jugabas con ventaja. Yo tampoco estoy igual, ni mucho menos. Éramos unos niños.
-          Lo sé, los dos hemos cambiado mucho, pero cuando te ríes sigues siendo la misma. Lo he podido comprobar esta noche, mientras charlábamos.
Antes de acabar de pronunciar aquellas palabras deseó habérselas tragado, pero ya flotaban en el aire.
-          Hombre gracias. Una manera muy sutil de decírmelo.
-          No, no. Estás guapísima, de verdad.
Se hizo un silencio y Hans no pudo reprimir acercarse a ella de nuevo y besarla con pasión. Ella aceptó sin resistencia. Eran demasiadas emociones. Y aquel hombre le gustaba. Llevaban más de media hora en el coche y el frío empezaba a colarse. Se separaron y él le preguntó:
-          ¿Todavía quieres esa última copa en casa? Tengo un rico ponche en casa. Lo preparo yo mismo. Ya sabes, a los alemanes estas cosas nos gustan mucho. Sólo tenemos que calentarlo.
-          ¿Te refieres a la bebida?
-          Bueno sí, eso también – contestó riendo. – pero me refería a nuestro tradicional “Glühwein”. Ahora lo puedes comprar en las grandes superficies, pero no es lo mismo.
-          Sí, recuerdo el olor a bratwurts, a azúcar y a vino caliente en Navidad. Y aquella especie de sopa. Mmmm, no me gustaba nada su olor, y veía a la gente tomarla en todos los sitios. Aquel color verdoso medio espeso…
La cara de Virginia reproducía perfectamente el estupor con el que recordaba aquello último. Parecía estar oliéndola. Hans sonrió.
-          Prometo no ofrecerte sopa, le dijo divertido. Solo vino caliente, ponche o lo que prefieras.
-          En realidad a mi padre le gustaba mucho, incluso a mis hermanos. Pero mi madre y yo la detestábamos. Nunca nos pudimos acostumbrar.
-          Entonces, ¿vamos a mi casa? No sé tú, pero yo me estoy quedando helado.
-          ¿Por qué no? – contestó Virginia regalándole una de aquellas sonrisas que tanto decía él que le gustaban.
Hans encendió el motor del coche y tomó rumbo a su casa. Era un hombre bastante ordenado y lo había dejado todo en perfecto estado antes de volver al trabajo por la mañana. Vivía solo desde que se había separado, ya hacía bastantes años, y no solía llevar mujeres a casa. Pero con Virginia era distinto.
Ella parecía tranquila. Todavía no podía creer lo que le estaba pasando. Lo último que se imaginaba, cuando decidió hacer aquel viaje, precipitándose a su pasado, era que iba a encontrarlo a él. Tampoco era tan extraño, pensó, en definitiva era su país y había vivido allí casi toda su vida. Había pensado en él durante algún tiempo, ya en España, pero los acontecimientos en su familia habían relegado su recuerdo a un espacio muy pequeño, casi diminuto. La idea de acostarse con Hans la sacudió de pronto. Imaginaba que más tarde o más temprano sucedería. Iban a su casa, eran dos personas adultas, se habían besado varias veces y, a juzgar por lo que había experimentado en su cuerpo, se imaginó la escena y eso la excitó. Se ruborizó sin que él se diera cuenta. Iba conduciendo concentrado, mirando al frente y en silencio. ¿Qué estaría pasando por su cabeza en aquel momento? ¿En lo mismo que ella? se preguntaba sin atreverse a hablar. Parecía como si le hubiera adivinado el pensamiento cuando de pronto le dijo:
-          Me gustaría saber más cosas de ti. Qué has hecho durante todos estos años. Dónde has vivido. Si tienes familia. Por qué te marchaste. Por cierto: ¿Cómo están tus padres?
La pregunta parecía completamente inofensiva, no había más intención que la de rellenar los minutos que quedaban antes de llegar a su casa. En realidad lo único que le importaba era ella. Por el rabillo del ojo y ante el silencio por respuesta pudo observar cómo su gesto se ensombrecía. Se apresuró a hablar de nuevo.
-          Solo si tú quieres. Debió existir una razón muy fuerte para que tú y tu familia os fuerais de aquella manera, pero si no quieres contármelo lo entenderé.
-          Muy pocas personas lo saben. No me gusta hablar de ello. Me hace demasiado daño, aunque quizás vaya siendo hora de sacarlo fuera.
-          Tenemos más días.
-          Sí, una semana por lo menos – se apresuró ella a contestar - Mis padres murieron hace ya algunos años. Mi madre murió primero. Luego él. Casi no me veo con mis hermanos, ambos están lejos. Vivo sola desde que me divorcié.
-          Entiendo – contestó él por contestar algo.
La verdad es que no había nada que entender porque no conocía las razones, pero no sabía qué decir.
-          Lo siento. Mi padre también murió hace tres años. Mi madre vive cerca y mis hermanos se trasladaron a Hamburgo. Están casados y tienen niños. Los veo muy de tarde en tarde. Mis viajes y mi trabajo no me lo permiten tanto como yo querría.
-          ¿Y te has casado alguna vez?
-          Sí, estuve casado una vez, pero también me divorcié. Tampoco tengo hijos, y en el fondo me alegro. No habría soportado alejarme de ellos. Me gustan mucho los niños.
-          Bueno, yo no lo sé. La verdad es que dispongo de tan poco tiempo que en realidad nunca me he parado a pensarlo. Ahora ya es un poco tarde.  
Hans no contestó nada. No quería meter la pata de nuevo. Entendió que la vida de aquella mujer no debía haber sido fácil. De sus palabras se desprendían tristeza y rabia. Estaban a punto de llegar. El coche giró hacia una calle más estrecha y disminuyó la velocidad. Sacó un mando de la guantera y señaló a través del cristal a una puerta de garaje. Ésta se abrió y el coche bajó la rampa hasta el parking. Habían llegado a su destino.
La vivienda era espaciosa. La decoración minimalista. Todo estaba en orden. Solo un enorme Papá Noel junto a un árbol de Navidad distorsionaba el conjunto. Hans observó que ella lo miraba con expectación, arqueando las cejas. Era bastante grande, casi del tamaño de una persona. Entonces, imaginando divertido su sorpresa, se situó a unos centímetros de la espalda de Virginia y aplaudió una sola vez. Ella dio un respigo cuando aquella figura empezó a moverse, balanceándose de izquierda a derecha, al tiempo que cantaba: “Navidad, Navidad, dulce Navidad”…en inglés. Se llevó la mano al pecho expresando así su sobresalto, al tiempo que él no podía evitar una carcajada, que pronto se le contagió a él.
-          Es mi faceta…cómo se dice…¿Hortera?
-          Sí, bastante hortera. No te lo voy a negar.
Hans se apresuró a desconectarlo. De otro modo cantaría la canción completa y a esas horas sus vecinos no dudarían en llamar a la policía. Eran más de las doce de la madrugada y aunque el día siguiente seguía siendo fiesta, los alemanes, por lo general, eran muy estrictos con aquellas cosas.
-          Siempre me han gustado estos muñecos, de pequeño soñaba con comprarme uno y al final lo conseguí– dijo él acercándose a ella hasta alcanzar una distancia tan corta que podía respirar su aliento.
-          Bueno – contestó ella algo cortada – y esa copa de vino caliente que me has ofrecido… ¿dónde está?

-          Voy ahora mismo. Acompáñame si quieres a la cocina. la calentaré en un momento. Puedes dejar tus cosas en mi habitación. Junto a la ventana verás una percha. Y puedes quitarte los zapatos si quieres. No sentirás frío en los pies. La calefacción está instalada en el suelo.
PepaFraile 2013

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