Ella se acercó hasta la puerta que le había indicado. Entró despacio.
El dormitorio le parecía una de las estancias más privadas de cualquier casa.
Era como entrar en la intimidad de las personas. O al menos así lo entendía
ella. Ésta era igual que la casa, amplia y desprovista de muebles recargados o
adornos innecesarios. Pintada de un color claro mostraba una gran cama al
frente, sobre la que colgaba en la pared una lámina gigante de uno de los que
también era sus pintores favoritos: Kandinsky. Un armario con las puertas de
espejo y una cómoda. Eso era todo. Vio la percha y se dirigió hasta ella. Colgó
su abrigo y su bolso y fue a buscarlo a la cocina. Desde el pasillo ya llegaba hasta
su nariz aquel olor tan característico. No era lo que más le gustaba pero
decidió aceptarlo. Brindaron por ellos y tomaron un primer trago. Hans cogió la
copa de ella y la dejó sobre la encimera. Después dejó también la suya sin
dejar de mirarla muy fijamente a los ojos. Ella se quedó inmóvil. Imaginaba lo
que venía después, y sintió un escalofrío en todo su cuerpo al ver que él se
acercaba de nuevo. Después de sellar sus labios todo fue muy deprisa. Se
quitaron parte de la ropa el uno al otro, con pasión, con prisa, como si el
tiempo corriera en su contra, regalándose todos los besos y las caricias que
les habían quedado pendientes en su adolescencia. La tensión iba creciendo. No
se dijeron ni una sola palabra más. Tomaron un último sorbo de aquella bebida
dulce y caliente, y se dirigieron de
nuevo hasta el dormitorio. Hicieron el amor, reconociendo, palpando y besando cada
parte de sus cuerpos y recordando que alguna vez se habían sentido tan cerca
como en aquel momento. Para ellos aquella era su primera vez, la que nunca
había llegado hasta entonces. Más tarde, se arroparon y se quedaron dormidos. Virginia
se despertó y sintió una pequeña punzada en su corazón. No quería enamorarse.
No quería rescatar nada que perteneciera a su pasado. Lo miró a él, dormido
plácidamente junto a ella, estrechándola entre sus brazos y sintió pena. En
pocos días todo habría pasado e ella volvería a su trabajo, a su escritura, a
su rutina, tan previsible, tan anodina…quiso revelarse contra aquellos
pensamientos, pero se quedó dormida nuevamente, escuchando el sonido de su
respiración, apacible, suave, relajante.
La luz entraba por la ventana de la habitación cuando Virginia se dio
la vuelta tratándola de esquivar. Tenía sueño pero abrió los ojos buscando a
Hans en la cama. No estaba. Se incorporó y escuchó ruido en la cocina. Le dolía
un poco la cabeza. No estaba acostumbrada a beber y aquella copa de ponche, tan
dulce, mezclada con la generosa cantidad de vino que había bebido en la cena,
le habían hecho su efecto. Se sentía extraña…y apurada. Ahora llegaba aquello
de “el dia después”, cuando tendrían que mirarse a la cara como si tal cosa,
cuando apenas hacía unas horas se habían revolcado en aquella misma cama. No
era, lo que se dijera, demasiado promíscua, ni demasiado ni nada más lejos de
la realidad, y se sentía torpe. No sabía cómo reaccionaría al verlo de nuevo,
pero no le dio tiempo a pensarlo. Lo vio asomarse por la puerta y se tapó en un
gesto reflejo que, un segundo más tarde, le pareció de lo más ridículo.
-
Buenos días –
dijo Hans acercándose hasta ella dándole un beso en los labios.
Su rostro reflejaba naturalidad. Como si aquello que había pasado
entre ellos fuera la cosa más normal del mundo. Como si llevaran juntos mucho
más tiempo y no poco más de doce horas, como era en realidad.
-
Buenos días –
contestó Virginia todavía sin reaccionar.
-
He preparado
algo para desayunar. Como no sé lo que te gusta, un poco de todo.
-
Eres muy
amable. Si no te importa, primero iré al baño.
-
Vaya, eso de
amable me ha sonado a auténtico cumplido. Me esperaba otra cosa.
-
¿Otra cosa? Es
que no sé muy bien qué decir. No pienses que esto que pasó ayer me pasa muy a
menudo.
-
Imagino, y te
entiendo, creo que a mí me pasaría algo
similar.
-
¿Cómo? –
contestó Virginia con cara de pocos amigos.
Él ya estaba de pie, mirándola, cuando sintió que sus palabras podían
haberla herido.
-
No, no, no –
dijo de nuevo acercándose hasta ella – a lo que me refiero es que cuando viajo
no suelo tener “affairs” con las recepcionistas de los hoteles en los que me
hospedo. Nada más. Sólo quería decir eso.
Tan pronto como aquellas palabras estuvieron en los oídos de Virginia,
él quiso que se lo tragara la tierra. Aquello de “affair” le había sonado tan
mal que no dudó en rectificar.
-
Y que conste
que lo nuestro no es un “affair”. No pienses en ningún momento que me lo he
tomado así.
Virginia no pronunciaba palabra. En el fondo le divertía verlo tan
apurado. De manera que calló hasta ver a dónde podía ir a parar con una nueva
frase.
-
Lo nuestro ha
sido retomar una bonita historia de amor, truncada por unos hechos…bueno
truncada. Me gustaría que nos siguiéramos viendo.
-
Ya nos estamos
viendo ¿no? – apuntó ella en un tono más bien irónico.
-
Sí, sí, pero
me refiero…
Antes de que él pudiera terminar su frase ella le tapó los labios con
sus dedos y se aproximó hasta él para besarlo después. No se lo podía creer,
estaba tomando la iniciativa, y lo que parecía que iba a ser un desayuno se
convirtió en pocos minutos en una nueva tentativa de “affair”. Tumbados en la
cama, después de haberse regalado nuevamente toda la pasión que tenían
acumulada, Virginia decidió que había llegado el momento de hablar. Él se
merecía conocer la verdad.
-
Verás –
comenzó – no lo supe hasta unos años más tarde, cuando mi padre cayó enfermo y
antes de morir quiso explicarme qué había sucedido aquel día.
-
¿Qué es lo que
no supiste? – preguntó él mientras se giraba hacia ella en la cama y ponía toda
su atención.
-
Mis padres
parecían un matrimonio feliz. Normal, diría yo. Mi padre salía a trabajar cada
mañana mientras mi madre se ocupaba de la casa, de la compra, de nosotros. Algo
que me parecía normal de toda la vida. Ella había logrado integrarse en la
sociedad alemana pero el idioma le impidió durante todos aquellos años realizar
el trabajo al que se había dedicado mientras vivió en España.
-
¿Y cual era su
trabajo?
-
Era correctora
en una editorial, y hacerlo desde aquí le resultaba muy difícil. No había las
posibilidades que hay hoy en día con los ordenadores y todo eso. Así que
renunció a su trabajo y se dedicó a su familia.
-
Tiene que se
difícil renunciar a algo cuando te gusta.
-
Imagino. El
caso es que yo los veía normal, y lo normal era que se hablaran lo justo. Casi
nada. Pero no había peleas, ni gritos, ni nada por el estilo.
Hans asentía con la cabeza interesándose por aquella historia que le
iba a desvelar las respuestas que tantos años había imaginado en su cabeza, sin
conocer las verdaderas.
-
Mi madre
mantuvo durante algún tiempo una historia amorosa con otro hombre, vamos, un
“affair” como tú dices, solo que éste ya duraba mucho más de lo normal.
-
Entiendo.
-
Mi padre lo
sabía, según me contó, pero no quiso decirle nada, con la esperanza de que
aquello se acabara de un momento a otro. Él conocía su añoranza por España, por
su clima, por la calidez de su gente, en fin, que hubiera querido volver, pero
el trabajo y nosotros estábamos aquí.
-
Ya, es que en
España se vive muy bien – apostilló Hans por decir algo.
-
Un día, mi
padre volvió a casa, pálido, amarillo y con una expresión muy extraña en su
rostro. Se acababa de enterar de quién era el amante de mi madre.
-
¿Alguien que
quizás él conocía?
-
Sí, un
compañero suyo de trabajo con el que habíamos compartido muchísimas barbacoas,
con él, con su mujer y con sus hijos. Estábamos a mitad de octubre, a finales
del primer trimestre escolar.
-
Sí, recuerdo
aquellas fechas.
-
Entraron en la
habitación para hablar, pensando que no les oiríamos, pero los gritos llegaban
hasta la calle. Yo me moría de la vergüenza, me tapé los oídos hasta el punto
de dolerme la cabeza. Mis hermanos no estaban en casa. Eran algo mayores que
yo, y ya tenían permiso para volver casi a la hora que les diera la gana.
Volvieron a salir de la habitación, cada uno por su lado, callados, como si la
historia no fuera con ellos y ninguno quiso explicarme qué estaba pasando. En
aquel momento mi padre ya había tomado la decisión. En una semana como mucho
nos marcharíamos de allí, todos, incluida mi madre, con destino a Portugal.
-
¿Portugal? ¿Y
qué había en Portugal? – preguntó extrañado Hans.
-
Una sucursal
de la misma empresa en la que él trabajaba, al sur, cerca de Lisboa. Le habían
hecho varias ofertas durante los últimos años, pero él siempre las declinaba
pensando en nosotros y en mi madre. Sabía que ella no quería un nuevo traslado.
Y al final supo por qué. Aquella tarde había dado un sí rotundo y definitivo y
su incorporación iba a ser inmediata. Le ofrecían vivienda, colegio para
nosotros y todo lo que necesitáramos hasta sentirnos cómodamente instalados. Y
no nos dijeron nada. En unos días nos íbamos. Él se encargó de avisar en el
colegio y de todo el papeleo. A mis hermanos y a mí nos comunicaron con cuarenta y ocho horas de
antelación que nos íbamos a otro país, como el que se va de excursión un
domingo. Ninguno nos lo podíamos creer, pero era cierto. Él trató de
explicarnos que de otro modo lo echarían del trabajo y que esa era la razón de
tantas prisas. Nos lo tuvimos que creer.
-
Pero si podía
haber ido él solo y más tarde vosotros.
- Sí, eso le
dijimos, pero su argumento fue que la casa en la que vivíamos, que era
alquilada, la ocuparían en menos de quince días otra familia y que no daba
tiempo de buscar otra. Y nos lo creímos, como tontos. Los propietarios eran la
misma empresa para la que iba a trabajar en Portugal, y no tuvimos otro remedio
que conformarnos. Allí, en nuestro nuevo destino, ya teníamos donde vivir, los
jefes lo habían solucionado todo. Mi madre se mantuvo al margen durante toda
aquella explicación, durante aquellos días de trasiego y prisas por embalar
toda una vida y durante el resto de su vida, aunque ésta iba a ser más corta de
lo que nadie se imaginaba.
-
¿Cayó enferma?
No me extraña. Si puedo dar mi opinión, la decisión de tu padre me pareció
bastante cruel. Si ya no se querían podían haberse divorciado, como hace la
gente normal.
-
Sí, pero él la
quería mucho, hasta la enfermedad diría yo. Era una mujer muy guapa, muy
alegre, muy activa. Él entendió que su amor tenía que traspasar aquel engaño y
que yéndonos lejos todo cambiaría. Ella se vio entre la espada y la pared. Le
pidió el divorcio cuando él le planteó aquel viaje, y ahí salió todo a relucir.
Mi padre le dijo que lo sabía todo y ella lo confesó. El le dejó bien claro que
durante todo el tiempo que durara el proceso de divorcio no le pasaría ni un
marco, y que por lo tanto tendría que ingeniárselas sola para vivir. Éramos cuatro
personas dependientes de su sueldo. Así eran las cosas…aunque no creas que
tampoco han cambiado tanto desde entonces. Todavía hay muchas mujeres que no
tendrían dónde caerse muertas, ellas y sus hijos.
-
Estoy de
acuerdo contigo. Todos tendríamos que sentirnos igualmente obligados a trabajar
y a cuidar de nuestros hijos.
-
Por eso hay
veces que me alegro de no haber tenido hijos. La verdad es que en muchas
ocasiones acaban sufriendo los errores de los padres. Es injusto.
-
¿Y que tal
allí?
-
Mal.
Llevábamos viviendo algo más de dos meses. La casa estaba bien y nosotros habíamos
hecho un proceso de adaptación meteórico, con el curso empezado y todo. A mis
hermanos les costó un poco más que a mí. En la escuela todos fueron muy
agradables desde el principio.
En ese instante Virginia dejó de hablar unos segundos. Sentía un nudo
en la garganta que cada vez se hacía más grande y que le impedía avanzar en
aquella confesión que, por primera vez, le explicaba a alguien tan cercano y
tan lejano a la vez. Hans notó un ligero temblor en sus labios, y trató de
consolarla.
-
¿Estás bien?
Si no me lo quieres contar no pasa nada. Ya sé por qué tuviste que marcharte de
aquella manera. No necesito saber nada más, de verdad.
-
Pero yo quiero
explicártelo – le contestó ella con lágrimas en los ojos- han sido muchos años
de silencio y de vergüenza.
-
Como quieras.
Yo te escucho – dijo Hans abrazándola con fuerza.
-
Estábamos muy
cerca de las fechas de Navidad. Nuestras primeras navidades fuera de casa, sin
familia cerca, bueno la de mi padre, y él venía del trabajo contento como si
aquel cambio de aires le hubiera devuelto la alegría y la tranquilidad. Mi
madre en cambio, apenas salía de casa, casi no se arreglaba y todos pensábamos
que estaba pasando por una depresión, pero que para aquellas fechas en las que
tanto le gustaba adornar la casa, hacer galletas y todo lo demás se le pasaría
un poco.
-
Normal.
-
Justo después
de la cuarta semana de adviento, antes de Navidad, una tarde, volviendo del
colegio, llamé y llamé a la puerta hasta desgastar el timbre para que me
abriera. Las luces estaban encendidas, podían verse desde la calle. Y ella no
solía salir de casa, y menos de noche. No tenía amigos y las tiendas cerraban
temprano, como aquí. Cuando llegó mi padre del trabajo, me encontró hecha un
manojo de nervios en la escalera, enroscada en mi abrigo, balanceándome de un
lado a otro para no morirme del frío. Me preguntó qué hacía allí y le contesté
lo que pasaba. Su gesto cambió radicalmente y casi se le cae la cartera de
trabajo al suelo. Sacó las llaves de su chaqueta y abrió la puerta hecho un
manojo de nervios. Yo no entendía nada. Lo vi correr escaleras arriba mientras
yo iba detrás de él intentando alcanzarlo, pero era imposible. Antes de llegar
a su dormitorio, escuché los gritos y me quedé paralizada. No sabía si echar a
correr hacia arriba o hacia abajo. Entonces él empezó a gritar su nombre. Subí
de tres en tres aquellos escalones en los que mis hermanos y yo hacíamos
carreras y ese día habría ganado, te lo seguro.
Una sonrisa agria se dibujó en su rostro. Hans seguía escuchando sin
atreverse a intervenir.
-
Cuando entré
en el cuarto los vi. Él abrazado a ella como si fuera un niño, llorando como no
lo había visto nunca y gritando que cómo había sido capaz de llevar a cabo su
amenaza. Ella inerte, con el cuello flácido girado hacia mí, los ojos cerrados
y los brazos colgando por detrás de los de mi padre. Mi madre había intentado
suicidarse.
Virginia se tapó la cara con las manos y no pudo continuar. Lo había
dicho. Por fin lo había dicho. Hans la tomó nuevamente entre sus brazos y trató
de consolarla. Aquel contacto con otro ser humano la venció. Lloró y lloró
desconsoladamente igual que la había visto llorar aquella noche frente a su
casa.
-
Ya está, ya
está – le decía él intentando imaginar aquella escena tan trágica desde la
mirada de una adolescente.
-
Entonces…-
continuó ella entre hipos – corrí hacia ellos golpeando a mi padre, con la
única intención de que me dejara estar junto a ella. Pero él se aferraba cada
vez más fuerte a su cuerpo, sin que ella reaccionara. Me gritó diciéndome que
llamara a una ambulancia. Yo corrí escaleras abajo, sin saber qué tenía que
hacer, ni qué tenía que decir. Como pude, llegué hasta la cocina y marqué un
número de emergencias que teníamos apuntado en la nevera. En menos de un cuarto
de hora se la llevaban al hospital. En la ambulancia íbamos mi padre y yo con
ella. Todavía vivía y yo rezaba todo lo que sabía, cruzando mis dedos, rogando
que no le pasara nada. Siempre le decía
que quería parecerme a ella y verla de aquella manera era superior a mí.
Mientras mi padre respondía torpemente a las preguntas de los médicos, yo la
abrazaba y la miraba pidiéndole al oído que se despertara.
De nuevo se quebró su voz. Hans sintió deseos de llorar también.
Estaba imaginando su angustia, la pasada y la presente, y no quería saber más,
pero ella parecía necesitarlo, y la dejó hablar nuevamente.
-
Me pasé el
resto de sus días pegada a ella, en una unidad de cuidados intensivos o algo
parecido. Estaba en coma, entubada, con respiración artificial. Aquella máquina
la hacía vivir. Los médicos nos aseguraron que en el caso de que despertara no
podían asegurarnos los efectos que las pastillas habían causado en su cerebro.
Se habían visto afectados el estómago y el hígado, pero desconocían cómo le
afectaría toda aquella cantidad de cosas que debió tomar debido a la falta de
oxígeno que al parecer había sufrido por unos segundos. ¡Unos segundos! Gritaba
yo por dentro. Aquellos segundos podían ser la diferencia entre vivir o morir.
-
Entiendo que
finalmente murió – susurró Hans casi sin atreverse a escuchar la respuesta.
-
Sí. Murió el
día de la Nochebuena.
Un silencio atronador se instaló entre ellos, que ninguno se atrevía a
romper. Ella lloraba sobre su pecho y él trataba de encontrar las palabras
adecuadas que dieran fin a aquella angustia. Pero no existían. Aquellas
palabras no estaban escritas en ningún diccionario, a pesar de que habían
pasado muchos años. Virginia se incorporó de la cama porque casi no podía
respirar. El llanto guardado tanto tiempo habían ocupado su garganta y sus
fosas nasales. Quería ir al baño a refrescarse un poco. Se giró hacia Hans y le
dijo cariñosamente:
-
Menudo
“affair” te he resultado ¿no?
-
En absoluto –
contestó él emocionado – ahora me explico muchas cosas, y habría preferido que
las razones fueran otras muy distintas, pero eso no se puede cambiar.
-
Desde luego.
Voy al baño y ahora vuelvo.
-
Está bien –
contestó él incorporándose también – ese desayuno que te tenía preparado está
esperándonos en la cocina. Voy a calentar un poco de leche. Te espero.
-
De acuerdo –
dijo ella antes de cerrar la puerta del aseo.
Virginia volvió al cabo de unos minutos con la cara recién lavada y el
gesto ligeramente más tranquilo. Se acercó a él y lo besó en la mejilla. Sentía
mucho dolor por todo lo que acababa de confesarle, pero también mucho consuelo
por haberle dado una explicación a aquel hombre al que, siendo todavía un joven
adolescente, había abandonado sin decir ni adiós. Tras el beso, continuó:
-
Odio la
Navidad, ¿lo entiendes no?. Esa noche, la de ayer, me trae siempre un recuerdo
maldito que borraría del calendario. Y no es que sea culpa de nadie en
concreto, pero desde entonces, no la celebro. Y desde el momento en que pude
hacerlo, viajo siempre donde no me conozcan, donde no tenga que estar todo el
tiempo felicitando algo que para mí significa cualquier cosa menos felicidad.
Mi madre se fue ese día y nunca volvió. No me pude despedir de ella. bueno yo
sí, pero ella no pudo hacerlo. Nunca despertó.
-
Quiero ponerme
en tu lugar. Es muy triste, pero la vida debe continuar y si había algo que
dices que te gustaba de tu madre era la alegría que ella desprendía ¿no? Pues
deberías rendir homenaje a su memoria de esa manera. Que muriera en esas fechas
fue circunstancial, nada más.
-
Quizás sí.
Pero nunca le perdoné a mi padre que no lo hiciera mejor. Solo tenía que
dejarla vivir su vida, lejos de él. Ya no se querían como antes, y mi madre
habría sido capaz de salir adelante, estoy segura. Fue ella la que lo engañó,
pero él se encargó de castigarla hasta la desesperación. Lo supe todo mucho
antes de que mi padre me lo contara, antes de morir. Mi madre había escrito una
carta, dedicada a mí y a mis hermanos, en la que nos explicaba las razones que
la habían conducido a tomar aquella decisión. La encontré algunos días después
de su entierro, en un cajón de su mesita de noche, cuando nos disponíamos a
vaciar su armario y sus cosas. Reconocía que había cometido un error con
nuestro padre, al que alguna vez había amado de verdad, y había intentado salir
adelante sola, pero no pudo resistir aquella presión desde que la había
descubierto y había tomado la decisión de marchar, por todos. Nos pedía perdón
por ser tan cobarde y nos decía que nos quería mucho, que habíamos sido las
alegrías de su vida. Entonces yo me preguntaba: ¿por qué no había pedido ayuda?
¿Cómo nos podía querer tanto y dejarnos solos cuando todavía éramos unos niños?
Eso no se puede superar, solo se puede maquillar buscando argumentos que te
ayuden a entender, pero nunca acabas de entenderlo del todo. Mi padre se sintió
culpable de lo ocurrido hasta el punto que le salieron canas de golpe. Nunca
quiso volver a vivir aquí, y antes de jubilarse cayó enfermo. Él añadió algunas
otras cosas que yo no había sabido por mi madre, por su carta…y entonces le
perdoné. Quise hacerlo antes de que muriera. Me juró que la había querido con
locura, y que no podía quedarse de brazos cruzados sabiendo lo que sabía. Y
tampoco se podía marchar y dejarnos allí, sin poder estar con nosotros. Había
sido un buen padre todo aquel tiempo, mientras nos hacíamos mayores,
estudiábamos y nos forjábamos un futuro. Yo también le quería…y lo perdoné.
-
¿Y tus
hermanos? – preguntó Hans con el ánimo de aligerar la carga emocional que
nuevamente se estaba dibujando en el rostro de Virginia.
-
No supieron
nunca de aquella carta. No quise enseñársela. La llevo siempre conmigo, a todas
partes. Es lo último que supe de mi madre. Mi hermano mayor vive en Estados
Unidos, con su mujer y sus hijos. Hace algunos años que no nos vemos. Es
difícil moverse en familia y más cuando no te sobra el dinero. El mediano es
profesor de literatura en un instituto en Sevilla. Se fue allí cuando aprobó
las oposiciones de maestro. Siempre le gustó España y estudió español. Es una
persona poco habladora y, al igual que yo, prefiere perderse en cualquier parte
cuando llegan estas fechas. sigue
soltero, y soltero se quedará, al paso que lleva…
Virginia sonrió por primera vez en mucho rato. Parecía divertirle
aquello de la soltería de su hermano.
-
Al paso que
lleva… ¿qué quieres decir? – preguntó Hans dispuesto a seguir escuchándola.
-
Pues que ya ha
pasado de los cuarenta, cuando hablamos
por teléfono me cuenta alguna de sus peripecias y a mí me parece que a éste ya
no hay quien lo domestique. Es un espíritu libre.
-
¿Y a ti? – se
atrevió a insinuar Hans, mirándola a los ojos mientras se acercaba a ella.
-
¿A mi qué? –
contestó ella algo sorprendida.
-
Que si a ti
hay alguien que te domestique.
Podía esperarse cualquier respuesta. En realidad había sido una
desconocida hasta hacía pocas horas, así que respiró hondo asumiendo cualquier
respuesta.
-
Hasta la fecha
no – contestó ella muy solemne – pero quien sabe. En ocasiones volver la vista
atrás resulta muy interesante…
-
Eso creo yo –
dijo él antes de acercarse un poco más a ella para darle un beso.
-
No sé cuanto
tiempo me queda para vivir la vida que quiero vivir, hacer las cosas que quiero
hacer y amar a quien yo quiera amar, pero estoy dispuesta a darme una
oportunidad.
-
¿Y en esa
oportunidad yo tengo alguna cosa que hacer?
-
Es posible –
contestó Virginia sonriendo – eso sí, tendrías que venir a vivir a Barcelona.
Me debo a mis lectores – advirtió divertida. Además, el clima de este país es
un asco, si quieres que te sea sincera.
-
Dice un
refrán…”no existe el mal clima, solo la gente mal vestida”, o algo así.
-
Sí, es cierto,
pero no me convence.
-
De acuerdo.
¿Brindamos por el buen clima?
Como en un sueño escuchó el timbre de un teléfono que llamaba y llamaba sin parar. Se
sobresaltó y trató de alcanzarlo desde la cama pero cuando llegó al
auricular y descolgó, éste solo emitía
el sonido de la línea. Miró su reloj. Se había quedado dormida. Todavía aturdida
se levantó de la cama y miró por la ventana de su habitación. Volvió hasta la
mesilla de noche y se quedó mirando el teléfono. Se sentó de nuevo mirando
aquel aparato como si pudiera hablarle. Marcó el número de recepción y al otro
lado contestó él:
-
Buenas noches.
-
Buenas noches, creo que he recibido hace un momento una llamada desde
aquí.
-
Es cierto, disculpe - contestó Hans-
Tenía que avisar a otro huésped y sin querer he marcado el número de su
habitación – mintió.
Se hizo un silencio.
-
¿Todo está a su gusto?
-
¿Perdón? – contestó Virginia sorprendida ante aquella pregunta- ah sí,
gracias. Solo una cosa más…
-
Usted dirá…
-
¿Su nombre es Hans?
De nuevo el silencio se instauró
a ambos lados de la línea.
-
Hans…- no se atrevía a pronunciarlo, pero las palabras escaparon de su
boca – Hans Gerber?
-
Sí – sonó rotundo al otro lado.
-
Gracias – dijo finalmente antes de colgar.
En aquel momento ninguno de los
dos podía ver el gesto del otro, pero
ambos sonreían en silencio.
Fin...
PepaFraile 2013