26 ene 2013


Velas de Adviento (2a parte)


Se despertó sin que le sonara el reloj y eso la desorientó al principio. Estaba demasiado acostumbrada a aquella terrible melodía, que por más dulce que quisiera ser en cualquiera de los tonos elegidos, no significaba otra cosa que había llegado la hora de ponerse en marcha, casi cada día del año. No es que no le gustara su trabajo, pero dormía poco y eso, al final de cada semana, le iba pasando factura. Desde hacía algún tiempo, desde que sus novelas habían comenzado a ser reconocidas por un mayor número de lectores, combinaba su trabajo con la escritura, las presentaciones y la asistencia a algunas celebraciones a las que era invitada. No es que no le gustaran, pero se tenía por una mujer más bien solitaria, a la que le gustaba disponer de su tiempo para pensar. Ahora era un poco más difícil, y se sentía agradecida, pero eso no evitaba que  la mayoría de las veces tuviera que hacer verdaderos esfuerzos para dejarse llevar por aquellas circunstancias. En su trabajo, en el de siempre, la alentaban a no perderse ni una sola de las oportunidades de aparecer en público.
Se  levantó y se acercó hasta la ventana para descorrer por completo las cortinas. Sus ojos hicieron un guiño al ser invadidos por el sol. Un sol radiante en un día extrañamente azul allí y en aquellas fechas. Pero se maravilló. Desde su ventana podía distinguir, desde todo su esplendor, el lago. Tamkumsee. La noche anterior no había reparado en observar las vistas que daban al exterior desde su habitación y, de pronto, ante sí tenía un paraje que se intuía verde y hermoso, salpicado de abetos y vegetación cubierta por un manto de nieve que apenas lograba deshelarse antes de la noche. Al fondo y rodeado de un bosque por el que tantas veces había corrido en bicicleta, estaba el lago, que aparecía brillante, dibujando un paisaje paralelo en el cristal de su fina capa de hielo. Era precioso y no tuvo más remedio que sonreír presa de aquella imagen que tanto le gustaba. En verano, aquel lago se convertía en una especie de playa, incluso con su arena, a la que acudían personas de otros pueblos y pedanías.  Sus aguas eran cálidas y la falta de oleaje le confería un aire de piscina natural a aquel lugar, ocupado entonces por personas, canoas, patinetes, peces y patos que recorrían el lugar, orgullosos y tranquilos.
Se retiró de la ventana y miró el reloj. – ¡Madre mía, pero si son más de las nueve! – dijo en voz alta apresurándose en dirección al lavabo. Se lavó la cara, se maquilló suavemente los ojos, se recogió el pelo en un moño que aún estando mal hecho sabía que le favorecía y se vistió para bajar a desayunar antes de que retiraran el servicio. ¿Cómo podía ser que se hubiera levantado a aquellas horas y más en una cama y en un colchón extraño?- se preguntaba mientras buscaba las escaleras para bajar por ellas hasta la planta de abajo. Debía ser el cansancio y el frío que había pasado la noche anterior. También se acordó de cómo había llorado y asintió con la cabeza mientras llegaba a la recepción. Echó un vistazo pero no vio a nadie. Miró la puerta que el recepcionista le había indicado y se dirigió hasta allí, donde todavía permanecían algunos huéspedes que, rezagados como ella, todavía estaban desayunando. Saludó con la cabeza y susurró un buenos días discreto…”morgennn”, arrastrando un poco la ene final y ahorrándose el Guten, como hacía casi todo el mundo allí.
Se preparó unas tostadas con algo de embutido y un zumo de naranja y buscó una mesa donde sentarse. Mientras se preparaba sus tostadas, ajena a la conversación que tenía la familia de al lado, sintió una presencia en su espalda que la hizo girarse. Era Hans. Ella se echó la mano al pecho, en señal del sobresalto. El hombre hizo un gesto de saludo inclinando la cabeza al tiempo que se echaba, igual que ella, su mano derecha al pecho.
-          Buenos días, señorita Virginia.
-          Buenos días – contestó ella inmediatamente. ¿Tiene costumbre de aparecer de improviso en la espalda de sus huéspedes?
-          Disculpe, no quería asustarla. No sabía que estaba usted aquí. He venido para revisar que no falte nada en el comedor. Todavía quedan algunas personas que no han bajado y tendremos que reponer leche, zumos y alguna repostería.
Ella lo miraba absorta, sin entender a cuento de qué aquel hombre le estaba explicando todo eso a ella. Qué le podía importar.
-          Ah, perfecto – contestó seca mientras esperaba inmóvil a que él se marchara de nuevo.
Pero no parecía tener intención de irse. Continuaba mirándola mientras a ella le estaba empezando a doler el cuello. Virginia estaba incómoda, por la postura y por su presencia, de manera que atajó aquello lo mejor que supo en ese momento.
-          Entonces… ¿tiene algo más que decirme?
-          Pues ahora que lo comenta sí – contestó él sin perder la sonrisa.
-          ¿Y bien?
-          ¿Recuerda lo que le dije ayer sobre los regalos de Navidad que encontrarían todos los huéspedes junto al árbol?
-          Si quiere que le sea sincera no lo recuerdo. Llegué muy cansada del viaje y lo primero que hice fue irme a dormir.
-          ¿Perdón? Pensé que había ido usted a cenar con unos amigos. Al menos eso fue lo que me dijo, según recuerdo.
Aquella indiscreción indignó a Virginia. La escena le parecía de lo más absurda, aquel hombre de sonrisa incombustible de lo más descarado y el tirón que su cuello estaba empezando a experimentar de lo más incómodo. Lo miró fijamente a la cara y giró la silla hacia él, que no se había movido de allí ni un solo centímetro. Le fastidiaba que aquel desconocido estuviera interrogándola como si tuviera que darle explicaciones de nada.
-          Está bien. Me parece que esta conversación ha llegado a su fin. Si no le importa querría seguir desayunando.
Volvió a girar la silla sin esperar ninguna otra respuesta. Estaba furiosa.
-          No se preocupe y disculpe si la he molestado. ¿Querrá café solo o con leche?
-          Con leche por favor – contestó ella sin ni siquiera mirarlo - gracias por todo.
-          No hay de qué.
Al fin intuyó que se había marchado. Respiró hondo, aunque le costó algunos intentos, y continuó con sus tostadas. Él había sostenido aquella pose sonriente solo hasta el momento de girarse de nuevo. Relajó su mandíbula y se dejó llevar por lo que estaba sintiendo en aquel momento. Le dolía la manera en que lo había tratado. Quizás era la misma persona, aunque le costaba creerlo. Repuesto aquel revés recogió el regalo de Virginia y lo depositó en el plato en el que puso el café con leche. Era un objeto pequeño, muy pequeño, pero ella sabría darle la importancia que tenía si todavía se acordaba. Mandó a una de las camareras que se lo llevara. Virginia atendió al teléfono que no paraba de sonar. Estaba en el modo silencio, y eso al menos le había evitado el apuro de sentirse observaba por algunas otras familias que ya se habían decidido a bajar. Dos niños correteaban entre las mesas sin que sus padres se mostraran estresados. Era Navidad y estaba permitido casi todo, pensó mientras se disponía a descolgar el teléfono.
-          Martín, ¿Qué tal estás?
-          Feliz Navidad querida, eso digo yo ¿qué tal va todo? No nos has dicho dónde has dirigido tus pasos esta vez.
-          No lo digo nunca.
-          Lo sé, era para ver si picabas- contestó su editor emitiendo una carcajada que le llenó la oreja a Virginia- . En serio ¿todo bien?
-          Muy bien gracias. Estoy recordando viejos tiempos. Nada más. Volveré en una semana. Pero dime, me llamabas por alguna cosa en concreto.
-          No, por nada. Solo quería desearte unas felices fiestas, aunque sé que te dan tres patadas en el estómago, pero me sentía en el deber de hacerlo. Así sabía de ti. ¿Volverás antes de fin de año entonces?
-          Gracias. Sí. ¿Estás con tu familia?
-          Sí, ayer cenamos todos juntos, hoy otra vez comida familiar con unos tíos que vienen de Italia, mañana creo que se agregan unos parientes a los que hace años que no veo…en fin…un lío. Suerte que a Greta no le importa cocinar y le encantas estas fiestas familiares, los villancicos y las panderetas. Por mí, nos las podríamos ahorrar, pero ya sabes…en casa es mi mujer la que manda…y yo en estos casos, a callar como está mandado. Hay momentos que me dan ganas de seguir tus pasos, perderme por ahí sin que nadie sepa quien soy.
-          No digas tonterías, a ti también te gusta la Navidad. Si en las últimas semanas te he pillado tatareando el “A belén pastores…” en más de una ocasión.
-          ¿A mí?- contestó Martín disimulando una ofensa.
En aquel momento ambos se soltaron a reír hasta que Virginia se sintió observada por cuatro ojos diminutos que la miraban con cara de asombro. Se despidió de Martín, deseándole lo mejor para aquellos días y regaló a aquellos jóvenes espectadores su mejor sonrisa. Una de las camareras se acercó a ella con una gran taza de café. Junto a ésta y a la cápsula de leche evaporada había otro paquete. Virginia miró extrañada a la mujer, que esbozó una discreta sonrisa sin atreverse a más. Imaginó que no sabía ni una palabra de español. Virginia le dio las gracias y se dispuso a tomar su café sin abrirlo. Sospechaba que aquel pertinaz recepcionista era el origen de aquel obsequio, el que daban, según decía, a todos los allí hospedados. No le gustaban las sorpresas, así que lo abriría más tarde, se dijo para sí.
Entró en su habitación dispuesta a abrigarse y a dar un largo paseo por el lago. Pensó que aquel también sería un día bastante tranquilo, ya que las familias continuaban celebrando el día de Navidad y solo se desplazaban aquellos que eran invitados a otras casas a pasar el día. De pronto, se llevó ambas manos a la boca ahogando el grito que escapaba de su garganta al ver un enorme ramo de flores silvestres, de todos los colores, que estaba depositado en su cama. No le gustaban las sorpresas pero las flores silvestres, los girasoles y los tulipanes eran su debilidad. Siempre lo habían sido. Avanzó unos pasos sin atreverse a recoger el ramo. Era precioso. Finalmente lo tomó entre sus manos y observó que junto a él, sujeto por una pinza con forma de árbol de navidad había un pequeño sobre. Por un momento le tembló el pulso. Lo abrió con prisa y en él había una nota breve escrita sin nombre alguno: “Reserva en el restaurante Orangenblüte ( Haupstrasse 7 Isenbutel) hoy a las 19 horas”. Era lo más emocionante e inesperado que le había pasado en los últimos años. Su vida se había hecho completamente previsible. Ella lo había querido así. Sin embargo aquello era como una dulce punzada en el estómago. Tras la emoción del primer momento se sintió inquieta. ¿Acaso alguien sabía que estaba allí? Se había asegurado de no decir absolutamente nada a nadie. Era su momento de evasión anual y le gustaba hacerlo sola. Ya llevaba demasiados años haciéndolo como para no conocer las múltiples estrategias que sus allegados habían utilizado con ella para hacerla caer en la trampa de desvelar su destino. Sabían donde había vivido de pequeña e incluso les había contado algunos detalles de su primera juventud allí, pero conocían su rechazo a volver, aunque no las verdaderas razones. Nadie que ella supiera imaginaba que se encontraba  volviendo al pasado.
Suspiró releyendo aquella nota y no sabía qué hacer. Hans tenía casi todos los puntos para ser el principal sospechoso. Sonrió al pensar en él nuevamente y sintió un pequeño conato de arrepentimiento al pensar que quizás lo había tratado con mucha antipatía. Se acordó del paquete que había recibido junto al café y se apresuró a abrirlo. Estaba muy bien envuelto, en varias capas de distintos colores. Debajo de todas una caja que contenía tres pequeñas piedras comunes, redondas, sin más. Ninguna nota acompañaba aquel obsequio que no le decía nada. Se encogió de hombros, extrañada y curiosa. ¿Qué podía significar aquello? No tenía ni la menor idea. Se maravilló de nuevo al volver a mirar el ramo de flores, se puso unos zapatos deportivos, el abrigo, el gorro y la bufanda y se dirigió a la calle. Necesitaba airearse y decidir qué haría con aquella cita. Sentía mucha curiosidad en conocer quien podría ser y cuando pasó por la recepción sintió una especie de vértigo. Miró pero no le vio. En su lugar había una mujer que la saludó amablemente acompañando el gesto con una sonrisa. Ella se la devolvió sin más. Detrás de la puerta, junto a uno de los ordenadores de la recepción estaba él, viéndola desaparecer, preso de las dudas. Aquella noche, si ella aceptaba su propuesta, trataría de conquistarla de nuevo. Ahora sabía que estaba sola. Había descubierto su faceta de escritora a través de un colega de Barcelona, donde todavía conservaba buenos contactos que le habían hecho el favor de averiguar algunas cosas. Sabía que había estado casada pero se había divorciado, que no tenía hijos, que había estudiado contabilidad y finanzas y que todavía trabajaba para una importante firma internacional combinándolo con la publicación de sus primeras novelas. Sonrió al pensar que quizás en alguna explicara las razones que él había tratado de imaginar tantas veces. Pidió un ejemplar de cada una de ellas, que llegarían pasadas las fiestas. Ella ya no estaría pero eso le daba igual en aquel momento. Lo que más importaba en aquel instante era la cita a la que la había emplazado.
Llevaba más de media hora delante del espejo intentando maquillarse. Lo hacía en contadas ocasiones y ésta vez era una de aquellas. Por suerte, había traído en su maleta un conjunto de chaqueta y pantalón que le favorecía bastante y unos zapatos de tacón por si la ocasión lo requería, aunque no imaginaba que eso pudiera suceder, con el añadido de no saber ni con quien. Durante su paseo por el lago había decidido que iría, que no tenía nada que perder. Había comprobado la existencia del restaurante y no quedaba lejos de allí, aunque igual que la noche anterior tenía un taxi esperándola para, por lo menos, llevarla hasta su destino.
Quería evitarlo pero tenía que reconocer que estaba nerviosa. Dio las instrucciones al taxista y éste se dirigió hasta el restaurante. Pagó la carrera, salió del vehículo y, durante unos segundos, se sintió tentada de volver por donde había venido. Tenía mucho miedo de hacer el ridículo y aunque estaba segura de que aquello no podía ser ninguna broma, no las tenía todas consigo. Respiró hondo, se ajustó la chaqueta debajo del abrigo, miró su reloj, se agarró a su bolso y se dirigió hasta la puerta. Llegaba con más de quince minutos de antelación, pero en la calle hacía mucho frío. Inmediatamente después de entrar un camarero muy amable se acercó hasta ella y le preguntó en alemán:
-          Buenas noches. ¿a nombre de quién está hecha la reserva?
Ella lo miró atónita. No tenía ni idea. Hizo el gesto de hablar varias veces y al final salieron de su boca su propio nombre y sus apellidos. El camarero asintió con la cabeza y se dirigió hasta uno de los mostradores donde había un libro en el que consultó el dato. La miró y le indicó con la mano:
-          Aquella mesa del fondo, la que tiene el pequeño ramo de flores silvestres- contestó el camarero mientras se acercaba nuevamente para recoger su abrigo.
-          Gracias – contestó Virginia presa de los nervios.
Atravesó el pasillo que daba hasta un pequeño resevado en el que solo había una mesa, con dos servicios y un ramillete de florecillas de colores en el centro. Se sentó y abrió su bolso en busca de su teléfono. Quería asegurarse de que tenía cobertura. Nunca se sabía- pensó. A su edad, era la situación más embarazosa a la que se había enfrentado. Ni en sus mejores años habría accedido a una cita como aquella, pero para eso tenía ya casi cuarenta años, para hacer lo que le viniera en gana sin tener que dar explicaciones a nadie – pensó. El camarero se acercó nuevamente y le ofreció una carta de vinos. Quiso pedir un agua, pero se lo pensó dos veces y en lugar de eso pidió un vino blanco. Aquello la relajaría mientras esperaba a…un hombre, una mujer, no sabía a quien. Ya se había tomado su primera copa cuando sintió unos pasos que se acercaban. No se atrevía a girarse y el corazón empezaba a latirle cada vez más fuerte. Antes de alcanzar de nuevo la botella escuchó su voz:
-          Buenas noches Virginia.
Ella se giró sin pronunciar una palabra. Lo vio allí de pie, esperando una respuesta, sonriente como las otras veces. Lo miró pero de su boca no salía ni una sola letra. Le pareció mucho más atractivo que en hotel. Iba vestido con una camisa de color crudo que resaltaba sus facciones y unos pantalones que dejaban ver una buena forma física, muy buena, pensó mientras trataba de articular alguna palabra. El vino había hecho un ligero efecto en ella aunque no el suficiente para sentirse tranquila. Sin dejar de mirarla Hans volvió a hablar:
-          ¿Sorprendida?
-          Sí y no – logró decir al fin.
-          Lo suponía. No sabía si vendría. Tenía mis dudas.
-          Y yo, no se piense. No suelo acudir a citas a ciegas y menos en un país que no es el mío.
Aquellas palabras sorprendieron al hombre, que por un momento perdió su sonrisa. Aquel había sido su país durante bastantes años. Pero se repuso.
-          Si le parece podríamos tutearnos. Aquí ya no somos cliente y trabajador.
-          Como quieras, por mí está bien. ¿Y piensas seguir ahí de pie mirándome? – se atrevió a decir ella.
-          Por supuesto que no. Que no voy a seguir de pie, quiero decir, pero antes me gustaría hacer una presentación formal. Mi nombre es Hans.
-          El mío Virginia, Virginia Müller, pero eso ya lo sabes. En este caso juegas con ventaja.
Él evitó decir su apellido y ella no se lo pidió. Tendrían tiempo para eso y para más cosas, pensó él.
Lograron que la cena se llenara de momentos informales. Ella evitó dar detalles de su vida, aunque le contó a qué se dedicaba y le habló de sus novelas. Le explicó que estaba allí buscando la inspiración para escribir su próxima novela, que se enmarcaría en aquel país, en aquella misma estación del año.
-          ¿Y por qué has decidido que fuera aquí y en Navidad?
-          No sé – mintió. Siempre me han llamado mucho la atención algunas de vuestras costumbres.
-          ¿Cómo cuales?- preguntó él interesado.
-          Por ejemplo, vuestros mercados populares de Navidad. Me parecen únicos. Esa mezcla de luces, de colores y de olores a salchichas de todos los tamaños y a bebida me resulta, cuanto menos, genuina.
-          Parece que hablas por experiencia propia- se atrevió a decir él. - Por cierto, mañana tengo intención de acercarme a Braunschweig. Quería hacer unas compras. Estaría encantado si quisieras acompañarme – insinuó bajando la voz.
-          Bueno, querría acercarme hasta uno de esos mercados pero había pensado ir sola. No te lo tomes a mal, es que pienso mejor cuando no me veo obligada a conversar.
-          Entiendo – concluyó Hans mientras les traían el segundo plato a la mesa.
Durante unos minutos ninguno de los dos volvió a tomar la palabra. Ella se debatía entre las duda de aceptar su invitación o seguir sus planes de pasar una semana sola, tranquila y sin nadie a quien tener que sonreírle. Él se debatía en su siguiente paso.
-          ¿Más vino?
-          Sí, por favor - contestó ella acercando su copa hasta la mano de Hans. Por cierto, gracias por las flores. Son preciosas, y además son mis preferidas. Las flores silvestres.
-          Me alegro mucho de haber acertado – contestó mientras sonreía para sus adentros.
Él tomó la copa antes de que su mano se retirara. Aquel fue un instante mágico. Ambos se miraron a los ojos sonriendo, sin más. Acababan de saltar chispas, y ambos lo sabían.
-          Y bien – continuó él. ¿Qué te ha dado tiempo de visitar hoy?
La pregunta era pura formalidad. Él sabía perfectamente que había pasado el día en los alrededores del lago y que había comido en el restaurante del hotel.
-          Es Navidad, está todo cerrado y las familias suelen aprovechar para comer juntas y charlar.
-          Lo sé, afirmó ella – pero he aprovechado para dar un largo y relajante paseo alrededor del lago. Es precioso, aunque cuando ya no me sentía la nariz del frío he decidido volver y comer algo. Luego he descansado un poco. Por cierto ¿Quién decide cuales serán los regalos de navidad que se ponen bajo el árbol?
-          ¿Por qué lo dices?
-          Porque me ha tocado uno que no entiendo.
-          Los regalos no se entienden. Gustan o no gustan.
-          Es verdad. Pero éste es raro. Dentro de una caja que parecía que contuviera algún anillo o algo parecido, había tres piedrecitas redondas, comunes, todas iguales. Por un momento pensé que era demasiado que el hotel fuera tan espléndido. En España no suceden estas cosas.
Hans pasó de largo el comentario. Habría otros momentos para recordar aquello. De eso se encargaría él, y aprovechó su última:
-          ¿De qué ciudad vienes?
Ella lo miró durante unos instantes dudando de su respuesta. No quería dar demasiada información a nadie de su presencia allí, ni que nadie supiera demasiadas cosas de ella, pero el vino ya había hecho su efecto y en aquel momento su guardia se encontraba en el punto más bajo.
-          De Barcelona. Vivo y trabajo en Barcelona.
Él lo sabía, pero quería oírlo de sus labios. Llevaba toda la tarde pensando cómo organizaría algunos viajes hasta allí, con alguna buena excusa de trabajo, después de su partida.
-          Es una ciudad grande y preciosa. He tenido la oportunidad de comprobarlo durante algún tiempo.
-          ¿Conoces Barcelona?
-          Viví allí durante algunos años, trabajando.
-          ¿Qué coincidencia, no?
-          Sí, así se puede decir que ya tenemos más cosas en común.
-          ¿Tenemos? ¿Qué más tenemos en común? - preguntó ella arqueando las cejas.
Su deseo de ir más deprisa en aquella cita lo había traicionado, pero su reacción fue inmediata.
-          Pues que los dos conocemos esa hermosa ciudad y que podemos comunicarnos en el mismo idioma.
-          Ah, sí. Hablas muy bien español. Ya decía yo que eso no se aprende en ninguna academia.
-          Desde luego. ¿Tú no hablas nada de alemán?
-          Bueno, un poco. Me acuerdo de muchas cosas, pero he perdido soltura – se le escapó decir.
Él había observado como la copa de Virginia se había vuelto a vaciar. No preguntó y tampoco dudó en llenársela de nuevo. Se sentía un poco villano pero no podía desaprovechar aquella ocasión y las que vinieran después. Virginia estaba empezando a hablar. Mientras reponía su copa preguntó con fingido desinterés:
-          Entonces ¿hubo algún tiempo en el que hablabas alemán?
Ella dudó, pero alzó su copa brindando al aire y le contestó:
-          De eso hace ya tantos años que no me atrevo a recordar ni cuántos. Pero no hablemos de mí. ¿dices que vas a ir a Braunsweig mañana, al Weinachtmarkt? No querría ser un estorbo. Seguro que vas a visitar a tu familia o algo parecido.
Su pronunciación había sido perfecta, pensó él. Virginia había saboreado cada una de las sílabas, dejándolas escapar de su boca junto a una sonrisa que incluso la ruborizó. Se sentía extraña en sí misma, pero no dejó de mirarlo. El calor de su cara no hacía más que ensalzar su atractivo y el brillo de sus ojos, pensó él tomando un pequeño sorbo de su copa. Todavía era la primera. Sabía que si tenía que conducir no podía tomar más que aquella, aunque habría querido brindar una y otra vez por aquel encuentro. La noche anterior la había visto llorar desconsolada como una niña perdida, y eso le había partido el alma. Necesitaba saber por qué. Hacía solo un rato que su mirada era fugaz y esquiva, y que sus palabras habían sido formales y estudiadas. Ahora se presentaba ante él una parte de la Virginia alegre y juvenil que todavía podía recordar. La observaba sin disimular su deseo y ella parecía consentir aquel juego.
-          Te repito que estaré encantado de ir contigo. Además, no me espera nadie, ni mujer ni hijos - quiso aclararle - solo quería aprovechar mi día libre y acercarme hasta allí a hacer algunas compras. Es algo que hago cada año.
-          Está bien, te acompañaré. A mí tampoco me espera nadie, así que ya tenemos algunas cosas más en común – lanzó ella alzando su copa nuevamente mientras se sonreía.
-          ¿Quieres tomar algún postre?
-          La verdad es que estoy llena. Creo que he comido y bebido demasiado.
-          Como quieras. ¿Entonces pido la cuenta?
-          Por mí perfecto.
Eran casi las once de la noche. La hora en la que muchos días todavía no había cenado en casa, enredada en unas cosas y otras, olvidándose de su estómago a menos que éste rugiera para hablarle. Llevaban allí casi tres horas. Tres horas que se le habían pasado más deprisa de lo esperado, y tenía que reconocer que aquel hombre era atractivo y educado. No sabía muchas más cosas de él, y ni siquiera si lo que le había dicho era verdad, pero no le importaba demasiado. En unos días volvería a su rutina y Hans formaría parte de su recuerdo. Igual que lo harían nuevamente aquellas calles y aquella ciudad. Salieron del restaurante. Ella le preguntó:
-          He olvidado pedir un taxi. Vuelvo enseguida.
-          En absoluto. Te llevo a casa. Perdón, al hotel. no pensarás que te voy a dejar aquí.
-          Es que no quiero causarte ninguna molestia. Seguro que tienes planes para mañana.
-          Sí, ir a Braunschweig y te recuerdo que has aceptado venir conmigo.
Los dos rieron a la vez. Hans pulsó el mando que llevaba en su mano y ambos se dirigieron hasta el vehículo. Él se adelantó hasta la puerta del acompañante para abrirla antes de que ella pudiera alargar su mano.
-          Muchas gracias – dijo Virginia en un tono divertido. – No estoy acostumbrada a tanta galantería, pero se agradece.
-          No hay de qué – contestó él cerrándola de nuevo cuando ella ya se había sentado.
Llegaron al hotel. Hans apagó el motor y las luces. Todo estaba tranquilo, como siempre. Además, después de dos celebraciones casi seguidas la gente se había ido a dormir más temprano y, por lo que había podido observar en el comedor durante el almuerzo, la mayoría de los huéspedes superaban su edad. Las únicas luces que les acompañaban eran las que el hotel había puesto para las fechas, encendiéndose y apagándose. Virginia suspiró mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad. Sus expectativas no se estaban cumpliendo en nada, respecto al propósito de aquellos días, pero lo había pasado muy bien, sin recordar más que en los momentos en los que alguna canción les decía que estaban en Navidad, que aquellas eran las fechas que ella más odiaba. Hans permanecía mirando al frente, agarrado al volante, buscando las palabras exactas que le ayudaran a  no dejarla escapar. Ella buscó su mirada antes de despedirse. Él se giró.
-          Gracias por la invitación. Lo he pasado francamente bien - apuntó Virginia esbozando una sonrisa.
Hans no dijo nada. Sus rostros se fueron acercando como si hubiera un imán que los arrastrara. No pusieron resistencia y sellaron sus labios al tiempo que cerraban sus ojos. Virginia sintió una oleada de calor que atravesó todo su cuerpo y que sacudió su cerebro. , se preguntó sin despegar sus labios de los de aquel hombre que se aproximaba a ella delicadamente mientras empezaba a abrazarla y abría su boca mordisqueando su labios para lamerlos con su lengua. Ella lo alcanzó, y respondió a aquellas caricias con tanta furia que a punto estuvo de clavarse el freno de mano en el abdomen. Sus lenguas se encontraron y lucharon por vencer aquella batalla. Sus cuerpos se juntaron hasta donde los asientos del vehículo permitían. Virginia sintió una mano  recorrer, primero su espalda, después su pecho. La respiración de ambos se hizo más intensa. Seguían besándose y explorando, por encima de la ropa, algunas partes de sus cuerpos. Virginia reaccionó e interpuso sus manos sobre el pecho de él para separarse. Se sentía confusa pero deseaba más. Lo observó y pudo ver en los ojos de aquel hombre los de alguien a quien alguna vez amó y que ni siquiera había recordado hasta ese preciso instante. Pero desechó la idea de su cabeza y le susurró al oído:
-          No sé si esto está bien. No lo estropeemos. Ni siquiera puedo invitarte a la última copa. El bar debe estar cerrado hace rato – pronunció con la esperanza de obtener la respuesta deseada.
-          Pero yo sí – contestó él al instante.
Sus ojos brillaron y trató de disimular que eso era lo que justamente estaba deseando, aunque no habría dado el paso de invitarse ella misma por nada del mundo.
-          Podrían verte algunos de tus compañeros – contestó.
-          En mi casa. No vivo lejos de aquí.
Virginia calló y se lo pensó dos veces. Quería y no quería. En realidad no lo conocía de nada, o eso creía ella. Hacía mucho tiempo que su corazón estaba vacío y no se planteaba ni de lejos iniciar una relación con nadie. No tenía ni tiempo ni ganas. Desde su divorcio, los hombres eran para ella como un mal recuerdo, y no es que le faltaran pretendientes. Su nueva faceta de escritora le había proporcionado algunas oportunidades, pero siempre las esquivaba con alguna excusa bien estudiada. En realidad, no había llegado el momento…hasta aquella noche. No sabía si era el vino, el acento, el porte, sus ojos, su sonrisa, pero aquel hombre imprimía en ella el recuerdo de alguien que le resultaba familiar.
-          ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?
-          ¿Cómo? – contestó ella confundida.
-          La última vez…la recuerdo como si fuera hoy mismo. Me pasé esperando varias horas a que llegaras. Pero no lo hiciste.
-          No me gusta este juego. ¿Quién eres? ¿qué sabes de mí?
Virginia se había puesto nerviosa y quería salir del coche, pero el sujetó su mano y se lo impidió. Ella lo miró con desprecio y sus ojos se llenaron de lágrimas.
-          Habíamos acordado colocar sobre una losa, justo delante de tu casa, la señal que nos indicara dónde nos veríamos.
El desprecio se volvió asombro. Buscó en su cerebro algo que la ayudara a recordar. Quería pero no podía. Había borrado de su mente muchas cosas del pasado. Le hacían demasiado daño. Él temía que con sus palabras hubiera echado a perder aquella oportunidad que se le había brindado. La soltó y volvió a sujetar el volante presionándolo con fuerza mirando de nuevo al frente.
-          Si quieres puedes marcharte. No te quiero retener aquí si tú no lo deseas. Quizás hayas olvidado que hubo un día en que nos amamos. He cambiado mucho, lo sé. Han pasado más de veinte años.
-          ¿Quién eres? – preguntó ella, que en el mismo instante que formulaba la pregunta recibió la señal que estaba buscando.
Lanzó un grito ahogado mientras se tapaba la boca. Clavó sus ojos en los de él y lo escudriñaba sin disimulo, buscando alguna prueba, mientras las imágenes del pasado bombardeaban su cerebro. Entonces se atrevió a pronunciar su nombre:
-          ¿Hans?
Él afirmó con la cabeza.
-          ¿Hans…? No lograba recordar su apellido. Eran demasiados años y demasiados recuerdos borrados, creía que para siempre.
-          Hans Gerber.
-          No puede ser.
-          El mismo – contestó él echando mano a su cartera para que ella pudiera comprobar su identidad – aquí tienes.
Le mostró su pasaporte y mientras ella lo leía él se dispuso a mostrarle otra foto que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. Había querido enseñársela durante la cena pero no se había atrevido. Era la muestra definitiva de quien era y qué aspecto tenía con poco más de quince años. Virginia la tomó entre sus manos y sus ojos se encharcaron de lágrimas. No podía mirarlo a la cara. No podía enfrentarse a su pasado. Suspiró profundamente y el llanto acudió a su garganta.
-          No quiero que llores- le dijo sujetándola por los hombros mientras ella se vencía y se abrazaba a él.
El llanto se volvió más fuerte y él tragó saliva varias veces para evitar romperse en mil pedazos. No quería hacerle daño. Solo que lo recordara. Pasaron varios minutos antes de que ella pudiera hablar.
-          Sí, ahora que lo dices…
Asintió con la cabeza. Abrió su bolso y buscó en su interior. Sacó la caja que contenía las piedras y se las mostró.
-          Tantas piedras como calles de distancia desde nuestro punto de referencia.
Ella lo miró sonriendo y le preguntó:
-          ¿Estabas a tres calles de mi casa?
-          Sí, esperándote.
-          ¿Y no viste como nos marchamos? ¿Casi con lo puesto?
-          No. Sabía que tu padre desaprobaba nuestra relación. Aunque no sé por qué. Me acerqué hasta allí después de esperar lo que me pareció una eternidad. Cuando llegué no vi a nadie, ni el coche de tus padres. Las ventanas estaban cerradas y las persianas bajadas del todo. No supe qué pensar, así que volví a casa con la esperanza de verte al día siguiente. Te llamé hasta desgastar tu número pero nunca había nadie. Ni siquiera los vecinos supieron darme una respuesta. Y seguí esperándote durante mucho tiempo. Tenía la esperanza que fueras tú quien dieras señales de vida, pero eso no sucedió, ni aquel día, ni al siguiente, ni al otro…hasta que llegaste ayer. No me lo podía creer. Al principio pensé que me reconocerías, y me puse muy nervioso. Pero luego busqué algunas fotos de aquella época y lo comprendí todo. Era casi imposible, aunque mi madre se empeña en decirme que tengo la misma mirada de cuando era pequeño. Era un adolescente flacucho, con cara de susto y algunos granos, que por cierto me duraron bastantes años.
Ambos se echaron a reír. Ella se limpió con un pañuelo y le ofreció otro a él. Volvió a ver la foto que todavía tenía en sus manos y lo miró. Realmente no parecía el mismo. Sonrió al comprobar que los años lo habían convertido en un hombre muy atractivo, alto, mucho más de lo que ahora recordaba, con un cuerpo trabajado en el gimnasio, y sin rastro de aquel acné que a ella nunca el importó demasiado. Le gustaba aquel chico, algo desgarbilado, que la hacía reír cada minuto que pasaban juntos.
-          Es verdad, ahora que me fijo, tus ojos son lo que menos han cambiado desde entonces.
Él no hizo demasiado caso al comentario. Sentía la necesidad de seguir hablando. No quería perderla de nuevo. No sabía muchas cosas de ella pero sí que era una mujer libre.
-          Comprobé tu nombre y al ver tu segundo apellido ya no tuve más dudas. Eras tú.
-          Jugabas con ventaja. Yo tampoco estoy igual, ni mucho menos. Éramos unos niños.
-          Lo sé, los dos hemos cambiado mucho, pero cuando te ríes sigues siendo la misma. Lo he podido comprobar esta noche, mientras charlábamos.
Antes de acabar de pronunciar aquellas palabras deseó habérselas tragado, pero ya flotaban en el aire.
-          Hombre gracias. Una manera muy sutil de decírmelo.
-          No, no. Estás guapísima, de verdad.
Se hizo un silencio y Hans no pudo reprimir acercarse a ella de nuevo y besarla con pasión. Ella aceptó sin resistencia. Eran demasiadas emociones. Y aquel hombre le gustaba. Llevaban más de media hora en el coche y el frío empezaba a colarse. Se separaron y él le preguntó:
-          ¿Todavía quieres esa última copa en casa? Tengo un rico ponche en casa. Lo preparo yo mismo. Ya sabes, a los alemanes estas cosas nos gustan mucho. Sólo tenemos que calentarlo.
-          ¿Te refieres a la bebida?
-          Bueno sí, eso también – contestó riendo. – pero me refería a nuestro tradicional “Glühwein”. Ahora lo puedes comprar en las grandes superficies, pero no es lo mismo.
-          Sí, recuerdo el olor a bratwurts, a azúcar y a vino caliente en Navidad. Y aquella especie de sopa. Mmmm, no me gustaba nada su olor, y veía a la gente tomarla en todos los sitios. Aquel color verdoso medio espeso…
La cara de Virginia reproducía perfectamente el estupor con el que recordaba aquello último. Parecía estar oliéndola. Hans sonrió.
-          Prometo no ofrecerte sopa, le dijo divertido. Solo vino caliente, ponche o lo que prefieras.
-          En realidad a mi padre le gustaba mucho, incluso a mis hermanos. Pero mi madre y yo la detestábamos. Nunca nos pudimos acostumbrar.
-          Entonces, ¿vamos a mi casa? No sé tú, pero yo me estoy quedando helado.
-          ¿Por qué no? – contestó Virginia regalándole una de aquellas sonrisas que tanto decía él que le gustaban.
Hans encendió el motor del coche y tomó rumbo a su casa. Era un hombre bastante ordenado y lo había dejado todo en perfecto estado antes de volver al trabajo por la mañana. Vivía solo desde que se había separado, ya hacía bastantes años, y no solía llevar mujeres a casa. Pero con Virginia era distinto.
Ella parecía tranquila. Todavía no podía creer lo que le estaba pasando. Lo último que se imaginaba, cuando decidió hacer aquel viaje, precipitándose a su pasado, era que iba a encontrarlo a él. Tampoco era tan extraño, pensó, en definitiva era su país y había vivido allí casi toda su vida. Había pensado en él durante algún tiempo, ya en España, pero los acontecimientos en su familia habían relegado su recuerdo a un espacio muy pequeño, casi diminuto. La idea de acostarse con Hans la sacudió de pronto. Imaginaba que más tarde o más temprano sucedería. Iban a su casa, eran dos personas adultas, se habían besado varias veces y, a juzgar por lo que había experimentado en su cuerpo, se imaginó la escena y eso la excitó. Se ruborizó sin que él se diera cuenta. Iba conduciendo concentrado, mirando al frente y en silencio. ¿Qué estaría pasando por su cabeza en aquel momento? ¿En lo mismo que ella? se preguntaba sin atreverse a hablar. Parecía como si le hubiera adivinado el pensamiento cuando de pronto le dijo:
-          Me gustaría saber más cosas de ti. Qué has hecho durante todos estos años. Dónde has vivido. Si tienes familia. Por qué te marchaste. Por cierto: ¿Cómo están tus padres?
La pregunta parecía completamente inofensiva, no había más intención que la de rellenar los minutos que quedaban antes de llegar a su casa. En realidad lo único que le importaba era ella. Por el rabillo del ojo y ante el silencio por respuesta pudo observar cómo su gesto se ensombrecía. Se apresuró a hablar de nuevo.
-          Solo si tú quieres. Debió existir una razón muy fuerte para que tú y tu familia os fuerais de aquella manera, pero si no quieres contármelo lo entenderé.
-          Muy pocas personas lo saben. No me gusta hablar de ello. Me hace demasiado daño, aunque quizás vaya siendo hora de sacarlo fuera.
-          Tenemos más días.
-          Sí, una semana por lo menos – se apresuró ella a contestar - Mis padres murieron hace ya algunos años. Mi madre murió primero. Luego él. Casi no me veo con mis hermanos, ambos están lejos. Vivo sola desde que me divorcié.
-          Entiendo – contestó él por contestar algo.
La verdad es que no había nada que entender porque no conocía las razones, pero no sabía qué decir.
-          Lo siento. Mi padre también murió hace tres años. Mi madre vive cerca y mis hermanos se trasladaron a Hamburgo. Están casados y tienen niños. Los veo muy de tarde en tarde. Mis viajes y mi trabajo no me lo permiten tanto como yo querría.
-          ¿Y te has casado alguna vez?
-          Sí, estuve casado una vez, pero también me divorcié. Tampoco tengo hijos, y en el fondo me alegro. No habría soportado alejarme de ellos. Me gustan mucho los niños.
-          Bueno, yo no lo sé. La verdad es que dispongo de tan poco tiempo que en realidad nunca me he parado a pensarlo. Ahora ya es un poco tarde.  
Hans no contestó nada. No quería meter la pata de nuevo. Entendió que la vida de aquella mujer no debía haber sido fácil. De sus palabras se desprendían tristeza y rabia. Estaban a punto de llegar. El coche giró hacia una calle más estrecha y disminuyó la velocidad. Sacó un mando de la guantera y señaló a través del cristal a una puerta de garaje. Ésta se abrió y el coche bajó la rampa hasta el parking. Habían llegado a su destino.
La vivienda era espaciosa. La decoración minimalista. Todo estaba en orden. Solo un enorme Papá Noel junto a un árbol de Navidad distorsionaba el conjunto. Hans observó que ella lo miraba con expectación, arqueando las cejas. Era bastante grande, casi del tamaño de una persona. Entonces, imaginando divertido su sorpresa, se situó a unos centímetros de la espalda de Virginia y aplaudió una sola vez. Ella dio un respigo cuando aquella figura empezó a moverse, balanceándose de izquierda a derecha, al tiempo que cantaba: “Navidad, Navidad, dulce Navidad”…en inglés. Se llevó la mano al pecho expresando así su sobresalto, al tiempo que él no podía evitar una carcajada, que pronto se le contagió a él.
-          Es mi faceta…cómo se dice…¿Hortera?
-          Sí, bastante hortera. No te lo voy a negar.
Hans se apresuró a desconectarlo. De otro modo cantaría la canción completa y a esas horas sus vecinos no dudarían en llamar a la policía. Eran más de las doce de la madrugada y aunque el día siguiente seguía siendo fiesta, los alemanes, por lo general, eran muy estrictos con aquellas cosas.
-          Siempre me han gustado estos muñecos, de pequeño soñaba con comprarme uno y al final lo conseguí– dijo él acercándose a ella hasta alcanzar una distancia tan corta que podía respirar su aliento.
-          Bueno – contestó ella algo cortada – y esa copa de vino caliente que me has ofrecido… ¿dónde está?

-          Voy ahora mismo. Acompáñame si quieres a la cocina. la calentaré en un momento. Puedes dejar tus cosas en mi habitación. Junto a la ventana verás una percha. Y puedes quitarte los zapatos si quieres. No sentirás frío en los pies. La calefacción está instalada en el suelo.
PepaFraile 2013

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