Se despertó sin que le sonara el
reloj y eso la desorientó al principio. Estaba demasiado acostumbrada a aquella
terrible melodía, que por más dulce que quisiera ser en cualquiera de los tonos
elegidos, no significaba otra cosa que había llegado la hora de ponerse en
marcha, casi cada día del año. No es que no le gustara su trabajo, pero dormía
poco y eso, al final de cada semana, le iba pasando factura. Desde hacía algún
tiempo, desde que sus novelas habían comenzado a ser reconocidas por un mayor
número de lectores, combinaba su trabajo con la escritura, las presentaciones y
la asistencia a algunas celebraciones a las que era invitada. No es que no le
gustaran, pero se tenía por una mujer más bien solitaria, a la que le gustaba
disponer de su tiempo para pensar. Ahora era un poco más difícil, y se sentía
agradecida, pero eso no evitaba que la mayoría
de las veces tuviera que hacer verdaderos esfuerzos para dejarse llevar por
aquellas circunstancias. En su trabajo, en el de siempre, la alentaban a no
perderse ni una sola de las oportunidades de aparecer en público.
Se levantó y se acercó hasta la ventana para descorrer
por completo las cortinas. Sus ojos hicieron un guiño al ser invadidos por el
sol. Un sol radiante en un día extrañamente azul allí y en aquellas fechas.
Pero se maravilló. Desde su ventana podía distinguir, desde todo su esplendor,
el lago. Tamkumsee. La noche anterior no había reparado en observar las vistas
que daban al exterior desde su habitación y, de pronto, ante sí tenía un paraje
que se intuía verde y hermoso, salpicado de abetos y vegetación cubierta por un
manto de nieve que apenas lograba deshelarse antes de la noche. Al fondo y
rodeado de un bosque por el que tantas veces había corrido en bicicleta, estaba
el lago, que aparecía brillante, dibujando un paisaje paralelo en el cristal de
su fina capa de hielo. Era precioso y no tuvo más remedio que sonreír presa de
aquella imagen que tanto le gustaba. En verano, aquel lago se convertía en una especie
de playa, incluso con su arena, a la que acudían personas de otros pueblos y
pedanías. Sus aguas eran cálidas y la
falta de oleaje le confería un aire de piscina natural a aquel lugar, ocupado
entonces por personas, canoas, patinetes, peces y patos que recorrían el lugar,
orgullosos y tranquilos.
Se retiró de la ventana y miró
el reloj. – ¡Madre mía, pero si son más de las nueve! – dijo en voz alta
apresurándose en dirección al lavabo. Se lavó la cara, se maquilló suavemente
los ojos, se recogió el pelo en un moño que aún estando mal hecho sabía que le
favorecía y se vistió para bajar a desayunar antes de que retiraran el
servicio. ¿Cómo podía ser que se hubiera levantado a aquellas horas y más en
una cama y en un colchón extraño?- se preguntaba mientras buscaba las escaleras
para bajar por ellas hasta la planta de abajo. Debía ser el cansancio y el frío
que había pasado la noche anterior. También se acordó de cómo había llorado y
asintió con la cabeza mientras llegaba a la recepción. Echó un vistazo pero no
vio a nadie. Miró la puerta que el recepcionista le había indicado y se dirigió
hasta allí, donde todavía permanecían algunos huéspedes que, rezagados como
ella, todavía estaban desayunando. Saludó con la cabeza y susurró un buenos
días discreto…”morgennn”, arrastrando un poco la ene final y ahorrándose el
Guten, como hacía casi todo el mundo allí.
Se preparó unas tostadas con
algo de embutido y un zumo de naranja y buscó una mesa donde sentarse. Mientras
se preparaba sus tostadas, ajena a la conversación que tenía la familia de al
lado, sintió una presencia en su espalda que la hizo girarse. Era Hans. Ella se
echó la mano al pecho, en señal del sobresalto. El hombre hizo un gesto de
saludo inclinando la cabeza al tiempo que se echaba, igual que ella, su mano
derecha al pecho.
-
Buenos días, señorita Virginia.
-
Buenos días – contestó ella inmediatamente. ¿Tiene costumbre de
aparecer de improviso en la espalda de sus huéspedes?
-
Disculpe, no quería asustarla. No sabía que estaba usted aquí. He
venido para revisar que no falte nada en el comedor. Todavía quedan algunas
personas que no han bajado y tendremos que reponer leche, zumos y alguna
repostería.
Ella lo miraba absorta, sin
entender a cuento de qué aquel hombre le estaba explicando todo eso a ella. Qué
le podía importar.
-
Ah, perfecto – contestó seca mientras esperaba inmóvil a que él se
marchara de nuevo.
Pero no parecía tener intención
de irse. Continuaba mirándola mientras a ella le estaba empezando a doler el
cuello. Virginia estaba incómoda, por la postura y por su presencia, de manera
que atajó aquello lo mejor que supo en ese momento.
-
Entonces… ¿tiene algo más que decirme?
-
Pues ahora que lo comenta sí – contestó él sin perder la sonrisa.
-
¿Y bien?
-
¿Recuerda lo que le dije ayer sobre los regalos de Navidad que
encontrarían todos los huéspedes junto al árbol?
-
Si quiere que le sea sincera no lo recuerdo. Llegué muy cansada del
viaje y lo primero que hice fue irme a dormir.
-
¿Perdón? Pensé que había ido usted a cenar con unos amigos. Al menos
eso fue lo que me dijo, según recuerdo.
Aquella indiscreción indignó a
Virginia. La escena le parecía de lo más absurda, aquel hombre de sonrisa
incombustible de lo más descarado y el tirón que su cuello estaba empezando a
experimentar de lo más incómodo. Lo miró fijamente a la cara y giró la silla
hacia él, que no se había movido de allí ni un solo centímetro. Le fastidiaba
que aquel desconocido estuviera interrogándola como si tuviera que darle
explicaciones de nada.
-
Está bien. Me parece que esta conversación ha llegado a su fin. Si no
le importa querría seguir desayunando.
Volvió a girar la silla sin
esperar ninguna otra respuesta. Estaba furiosa.
-
No se preocupe y disculpe si la he molestado. ¿Querrá café solo o con
leche?
-
Con leche por favor – contestó ella sin ni siquiera mirarlo - gracias
por todo.
-
No hay de qué.
Al fin intuyó que se había
marchado. Respiró hondo, aunque le costó algunos intentos, y continuó con sus
tostadas. Él había sostenido aquella pose sonriente solo hasta el momento de
girarse de nuevo. Relajó su mandíbula y se dejó llevar por lo que estaba
sintiendo en aquel momento. Le dolía la manera en que lo había tratado. Quizás
era la misma persona, aunque le costaba creerlo. Repuesto aquel revés recogió
el regalo de Virginia y lo depositó en el plato en el que puso el café con
leche. Era un objeto pequeño, muy pequeño, pero ella sabría darle la
importancia que tenía si todavía se acordaba. Mandó a una de las camareras que
se lo llevara. Virginia atendió al teléfono que no paraba de sonar. Estaba en
el modo silencio, y eso al menos le había evitado el apuro de sentirse
observaba por algunas otras familias que ya se habían decidido a bajar. Dos
niños correteaban entre las mesas sin que sus padres se mostraran estresados.
Era Navidad y estaba permitido casi todo, pensó mientras se disponía a
descolgar el teléfono.
-
Martín, ¿Qué tal estás?
-
Feliz Navidad querida, eso digo yo ¿qué tal va todo? No nos has dicho
dónde has dirigido tus pasos esta vez.
-
No lo digo nunca.
-
Lo sé, era para ver si picabas- contestó su editor emitiendo una
carcajada que le llenó la oreja a Virginia- . En serio ¿todo bien?
-
Muy bien gracias. Estoy recordando viejos tiempos. Nada más. Volveré
en una semana. Pero dime, me llamabas por alguna cosa en concreto.
-
No, por nada. Solo quería desearte unas felices fiestas, aunque sé que
te dan tres patadas en el estómago, pero me sentía en el deber de hacerlo. Así
sabía de ti. ¿Volverás antes de fin de año entonces?
-
Gracias. Sí. ¿Estás con tu familia?
-
Sí, ayer cenamos todos juntos, hoy otra vez comida familiar con unos
tíos que vienen de Italia, mañana creo que se agregan unos parientes a los que
hace años que no veo…en fin…un lío. Suerte que a Greta no le importa cocinar y
le encantas estas fiestas familiares, los villancicos y las panderetas. Por mí,
nos las podríamos ahorrar, pero ya sabes…en casa es mi mujer la que manda…y yo
en estos casos, a callar como está mandado. Hay momentos que me dan ganas de
seguir tus pasos, perderme por ahí sin que nadie sepa quien soy.
-
No digas tonterías, a ti también te gusta la Navidad. Si en las
últimas semanas te he pillado tatareando el “A belén pastores…” en más de una
ocasión.
-
¿A mí?- contestó Martín disimulando una ofensa.
En aquel momento ambos se
soltaron a reír hasta que Virginia se sintió observada por cuatro ojos
diminutos que la miraban con cara de asombro. Se despidió de Martín, deseándole
lo mejor para aquellos días y regaló a aquellos jóvenes espectadores su mejor
sonrisa. Una de las camareras se acercó a ella con una gran taza de café. Junto
a ésta y a la cápsula de leche evaporada había otro paquete. Virginia miró
extrañada a la mujer, que esbozó una discreta sonrisa sin atreverse a más.
Imaginó que no sabía ni una palabra de español. Virginia le dio las gracias y
se dispuso a tomar su café sin abrirlo. Sospechaba que aquel pertinaz
recepcionista era el origen de aquel obsequio, el que daban, según decía, a
todos los allí hospedados. No le gustaban las sorpresas, así que lo abriría más
tarde, se dijo para sí.
Entró en su habitación dispuesta
a abrigarse y a dar un largo paseo por el lago. Pensó que aquel también sería
un día bastante tranquilo, ya que las familias continuaban celebrando el día de
Navidad y solo se desplazaban aquellos que eran invitados a otras casas a pasar
el día. De pronto, se llevó ambas manos a la boca ahogando el grito que
escapaba de su garganta al ver un enorme ramo de flores silvestres, de todos
los colores, que estaba depositado en su cama. No le gustaban las sorpresas
pero las flores silvestres, los girasoles y los tulipanes eran su debilidad.
Siempre lo habían sido. Avanzó unos pasos sin atreverse a recoger el ramo. Era
precioso. Finalmente lo tomó entre sus manos y observó que junto a él, sujeto
por una pinza con forma de árbol de navidad había un pequeño sobre. Por un
momento le tembló el pulso. Lo abrió con prisa y en él había una nota breve
escrita sin nombre alguno: “Reserva en el
restaurante Orangenblüte ( Haupstrasse 7 Isenbutel) hoy a las 19 horas”.
Era lo más emocionante e inesperado que le había pasado en los últimos años. Su
vida se había hecho completamente previsible. Ella lo había querido así. Sin
embargo aquello era como una dulce punzada en el estómago. Tras la emoción del primer
momento se sintió inquieta. ¿Acaso alguien sabía que estaba allí? Se había
asegurado de no decir absolutamente nada a nadie. Era su momento de evasión
anual y le gustaba hacerlo sola. Ya llevaba demasiados años haciéndolo como
para no conocer las múltiples estrategias que sus allegados habían utilizado
con ella para hacerla caer en la trampa de desvelar su destino. Sabían donde
había vivido de pequeña e incluso les había contado algunos detalles de su
primera juventud allí, pero conocían su rechazo a volver, aunque no las verdaderas
razones. Nadie que ella supiera imaginaba que se encontraba volviendo al pasado.
Suspiró releyendo aquella nota y
no sabía qué hacer. Hans tenía casi todos los puntos para ser el principal
sospechoso. Sonrió al pensar en él nuevamente y sintió un pequeño conato de
arrepentimiento al pensar que quizás lo había tratado con mucha antipatía. Se
acordó del paquete que había recibido junto al café y se apresuró a abrirlo.
Estaba muy bien envuelto, en varias capas de distintos colores. Debajo de todas
una caja que contenía tres pequeñas piedras comunes, redondas, sin más. Ninguna
nota acompañaba aquel obsequio que no le decía nada. Se encogió de hombros, extrañada
y curiosa. ¿Qué podía significar aquello? No tenía ni la menor idea. Se
maravilló de nuevo al volver a mirar el ramo de flores, se puso unos zapatos
deportivos, el abrigo, el gorro y la bufanda y se dirigió a la calle.
Necesitaba airearse y decidir qué haría con aquella cita. Sentía mucha
curiosidad en conocer quien podría ser y cuando pasó por la recepción sintió
una especie de vértigo. Miró pero no le vio. En su lugar había una mujer que la
saludó amablemente acompañando el gesto con una sonrisa. Ella se la devolvió
sin más. Detrás de la puerta, junto a uno de los ordenadores de la recepción
estaba él, viéndola desaparecer, preso de las dudas. Aquella noche, si ella
aceptaba su propuesta, trataría de conquistarla de nuevo. Ahora sabía que
estaba sola. Había descubierto su faceta de escritora a través de un colega de
Barcelona, donde todavía conservaba buenos contactos que le habían hecho el
favor de averiguar algunas cosas. Sabía que había estado casada pero se había
divorciado, que no tenía hijos, que había estudiado contabilidad y finanzas y
que todavía trabajaba para una importante firma internacional combinándolo con
la publicación de sus primeras novelas. Sonrió al pensar que quizás en alguna
explicara las razones que él había tratado de imaginar tantas veces. Pidió un
ejemplar de cada una de ellas, que llegarían pasadas las fiestas. Ella ya no
estaría pero eso le daba igual en aquel momento. Lo que más importaba en aquel
instante era la cita a la que la había emplazado.
Llevaba más de media hora
delante del espejo intentando maquillarse. Lo hacía en contadas ocasiones y ésta
vez era una de aquellas. Por suerte, había traído en su maleta un conjunto de
chaqueta y pantalón que le favorecía bastante y unos zapatos de tacón por si la
ocasión lo requería, aunque no imaginaba que eso pudiera suceder, con el
añadido de no saber ni con quien. Durante su paseo por el lago había decidido
que iría, que no tenía nada que perder. Había comprobado la existencia del
restaurante y no quedaba lejos de allí, aunque igual que la noche anterior
tenía un taxi esperándola para, por lo menos, llevarla hasta su destino.
Quería evitarlo pero tenía que
reconocer que estaba nerviosa. Dio las instrucciones al taxista y éste se
dirigió hasta el restaurante. Pagó la carrera, salió del vehículo y, durante
unos segundos, se sintió tentada de volver por donde había venido. Tenía mucho
miedo de hacer el ridículo y aunque estaba segura de que aquello no podía ser
ninguna broma, no las tenía todas consigo. Respiró hondo, se ajustó la chaqueta
debajo del abrigo, miró su reloj, se agarró a su bolso y se dirigió hasta la
puerta. Llegaba con más de quince minutos de antelación, pero en la calle hacía
mucho frío. Inmediatamente después de entrar un camarero muy amable se acercó
hasta ella y le preguntó en alemán:
-
Buenas noches. ¿a nombre de quién está hecha la reserva?
Ella lo miró atónita. No tenía
ni idea. Hizo el gesto de hablar varias veces y al final salieron de su boca su
propio nombre y sus apellidos. El camarero asintió con la cabeza y se dirigió
hasta uno de los mostradores donde había un libro en el que consultó el dato.
La miró y le indicó con la mano:
-
Aquella mesa del fondo, la que tiene el pequeño ramo de flores
silvestres- contestó el camarero mientras se acercaba nuevamente para recoger
su abrigo.
-
Gracias – contestó Virginia presa de los nervios.
Atravesó el pasillo que daba
hasta un pequeño resevado en el que solo había una mesa, con dos servicios y un
ramillete de florecillas de colores en el centro. Se sentó y abrió su bolso en
busca de su teléfono. Quería asegurarse de que tenía cobertura. Nunca se sabía-
pensó. A su edad, era la situación más embarazosa a la que se había enfrentado.
Ni en sus mejores años habría accedido a una cita como aquella, pero para eso
tenía ya casi cuarenta años, para hacer lo que le viniera en gana sin tener que
dar explicaciones a nadie – pensó. El camarero se acercó nuevamente y le
ofreció una carta de vinos. Quiso pedir un agua, pero se lo pensó dos veces y
en lugar de eso pidió un vino blanco. Aquello la relajaría mientras esperaba
a…un hombre, una mujer, no sabía a quien. Ya se había tomado su primera copa
cuando sintió unos pasos que se acercaban. No se atrevía a girarse y el corazón
empezaba a latirle cada vez más fuerte. Antes de alcanzar de nuevo la botella
escuchó su voz:
-
Buenas noches Virginia.
Ella se giró sin pronunciar una
palabra. Lo vio allí de pie, esperando una respuesta, sonriente como las otras
veces. Lo miró pero de su boca no salía ni una sola letra. Le pareció mucho más
atractivo que en hotel. Iba vestido con una camisa de color crudo que resaltaba
sus facciones y unos pantalones que dejaban ver una buena forma física, muy
buena, pensó mientras trataba de articular alguna palabra. El vino había hecho
un ligero efecto en ella aunque no el suficiente para sentirse tranquila. Sin
dejar de mirarla Hans volvió a hablar:
-
¿Sorprendida?
-
Sí y no – logró decir al fin.
-
Lo suponía. No sabía si vendría. Tenía mis dudas.
-
Y yo, no se piense. No suelo acudir a citas a ciegas y menos en un
país que no es el mío.
Aquellas palabras sorprendieron
al hombre, que por un momento perdió su sonrisa. Aquel había sido su país
durante bastantes años. Pero se repuso.
-
Si le parece podríamos tutearnos. Aquí ya no somos cliente y
trabajador.
-
Como quieras, por mí está bien. ¿Y piensas seguir ahí de pie
mirándome? – se atrevió a decir ella.
-
Por supuesto que no. Que no voy a seguir de pie, quiero decir, pero
antes me gustaría hacer una presentación formal. Mi nombre es Hans.
-
El mío Virginia, Virginia Müller, pero eso ya lo sabes. En este caso
juegas con ventaja.
Él evitó decir su apellido y
ella no se lo pidió. Tendrían tiempo para eso y para más cosas, pensó él.
Lograron que la cena se llenara
de momentos informales. Ella evitó dar detalles de su vida, aunque le contó a
qué se dedicaba y le habló de sus novelas. Le explicó que estaba allí buscando
la inspiración para escribir su próxima novela, que se enmarcaría en aquel
país, en aquella misma estación del año.
-
¿Y por qué has decidido que fuera aquí y en Navidad?
-
No sé – mintió. Siempre me han llamado mucho la atención algunas de
vuestras costumbres.
-
¿Cómo cuales?- preguntó él interesado.
-
Por ejemplo, vuestros mercados populares de Navidad. Me parecen
únicos. Esa mezcla de luces, de colores y de olores a salchichas de todos los
tamaños y a bebida me resulta, cuanto menos, genuina.
-
Parece que hablas por experiencia propia- se atrevió a decir él. - Por
cierto, mañana tengo intención de acercarme a Braunschweig. Quería hacer unas
compras. Estaría encantado si quisieras acompañarme – insinuó bajando la voz.
-
Bueno, querría acercarme hasta uno de esos mercados pero había pensado
ir sola. No te lo tomes a mal, es que pienso mejor cuando no me veo obligada a
conversar.
-
Entiendo – concluyó Hans mientras les traían el segundo plato a la
mesa.
Durante unos minutos ninguno de
los dos volvió a tomar la palabra. Ella se debatía entre las duda de aceptar su
invitación o seguir sus planes de pasar una semana sola, tranquila y sin nadie
a quien tener que sonreírle. Él se debatía en su siguiente paso.
-
¿Más vino?
-
Sí, por favor - contestó ella acercando su copa hasta la mano de Hans.
Por cierto, gracias por las flores. Son preciosas, y además son mis preferidas.
Las flores silvestres.
-
Me alegro mucho de haber acertado – contestó mientras sonreía para sus
adentros.
Él tomó la copa antes de que su
mano se retirara. Aquel fue un instante mágico. Ambos se miraron a los ojos
sonriendo, sin más. Acababan de saltar chispas, y ambos lo sabían.
-
Y bien – continuó él. ¿Qué te ha dado tiempo de visitar hoy?
La pregunta era pura formalidad.
Él sabía perfectamente que había pasado el día en los alrededores del lago y
que había comido en el restaurante del hotel.
-
Es Navidad, está todo cerrado y las familias suelen aprovechar para
comer juntas y charlar.
-
Lo sé, afirmó ella – pero he aprovechado para dar un largo y relajante
paseo alrededor del lago. Es precioso, aunque cuando ya no me sentía la nariz
del frío he decidido volver y comer algo. Luego he descansado un poco. Por
cierto ¿Quién decide cuales serán los regalos de navidad que se ponen bajo el
árbol?
-
¿Por qué lo dices?
-
Porque me ha tocado uno que no entiendo.
-
Los regalos no se entienden. Gustan o no gustan.
-
Es verdad. Pero éste es raro. Dentro de una caja que parecía que
contuviera algún anillo o algo parecido, había tres piedrecitas redondas, comunes,
todas iguales. Por un momento pensé que era demasiado que el hotel fuera tan
espléndido. En España no suceden estas cosas.
Hans pasó de largo el
comentario. Habría otros momentos para recordar aquello. De eso se encargaría
él, y aprovechó su última:
-
¿De qué ciudad vienes?
Ella lo miró durante unos
instantes dudando de su respuesta. No quería dar demasiada información a nadie
de su presencia allí, ni que nadie supiera demasiadas cosas de ella, pero el
vino ya había hecho su efecto y en aquel momento su guardia se encontraba en el
punto más bajo.
-
De Barcelona. Vivo y trabajo en Barcelona.
Él lo sabía, pero quería oírlo
de sus labios. Llevaba toda la tarde pensando cómo organizaría algunos viajes
hasta allí, con alguna buena excusa de trabajo, después de su partida.
-
Es una ciudad grande y preciosa. He tenido la oportunidad de
comprobarlo durante algún tiempo.
-
¿Conoces Barcelona?
-
Viví allí durante algunos años, trabajando.
-
¿Qué coincidencia, no?
-
Sí, así se puede decir que ya tenemos más cosas en común.
-
¿Tenemos? ¿Qué más tenemos en común? - preguntó ella arqueando las
cejas.
Su deseo de ir más deprisa en
aquella cita lo había traicionado, pero su reacción fue inmediata.
-
Pues que los dos conocemos esa hermosa ciudad y que podemos
comunicarnos en el mismo idioma.
-
Ah, sí. Hablas muy bien español. Ya decía yo que eso no se aprende en
ninguna academia.
-
Desde luego. ¿Tú no hablas nada de alemán?
-
Bueno, un poco. Me acuerdo de muchas cosas, pero he perdido soltura –
se le escapó decir.
Él había observado como la copa
de Virginia se había vuelto a vaciar. No preguntó y tampoco dudó en llenársela
de nuevo. Se sentía un poco villano pero no podía desaprovechar aquella ocasión
y las que vinieran después. Virginia estaba empezando a hablar. Mientras
reponía su copa preguntó con fingido desinterés:
-
Entonces ¿hubo algún tiempo en el que hablabas alemán?
Ella dudó, pero alzó su copa
brindando al aire y le contestó:
-
De eso hace ya tantos años que no me atrevo a recordar ni cuántos.
Pero no hablemos de mí. ¿dices que vas a ir a Braunsweig mañana, al
Weinachtmarkt? No querría ser un estorbo. Seguro que vas a visitar a tu familia
o algo parecido.
Su pronunciación había sido
perfecta, pensó él. Virginia había saboreado cada una de las sílabas,
dejándolas escapar de su boca junto a una sonrisa que incluso la ruborizó. Se
sentía extraña en sí misma, pero no dejó de mirarlo. El calor de su cara no
hacía más que ensalzar su atractivo y el brillo de sus ojos, pensó él tomando
un pequeño sorbo de su copa. Todavía era la primera. Sabía que si tenía que
conducir no podía tomar más que aquella, aunque habría querido brindar una y
otra vez por aquel encuentro. La noche anterior la había visto llorar
desconsolada como una niña perdida, y eso le había partido el alma. Necesitaba
saber por qué. Hacía solo un rato que su mirada era fugaz y esquiva, y que sus
palabras habían sido formales y estudiadas. Ahora se presentaba ante él una
parte de la Virginia alegre y juvenil que todavía podía recordar. La observaba
sin disimular su deseo y ella parecía consentir aquel juego.
-
Te repito que estaré encantado de ir contigo. Además, no me espera
nadie, ni mujer ni hijos - quiso aclararle - solo quería aprovechar mi día
libre y acercarme hasta allí a hacer algunas compras. Es algo que hago cada
año.
-
Está bien, te acompañaré. A mí tampoco me espera nadie, así que ya
tenemos algunas cosas más en común – lanzó ella alzando su copa nuevamente
mientras se sonreía.
-
¿Quieres tomar algún postre?
-
La verdad es que estoy llena. Creo que he comido y bebido demasiado.
-
Como quieras. ¿Entonces pido la cuenta?
-
Por mí perfecto.
Eran casi las once de la noche.
La hora en la que muchos días todavía no había cenado en casa, enredada en unas
cosas y otras, olvidándose de su estómago a menos que éste rugiera para
hablarle. Llevaban allí casi tres horas. Tres horas que se le habían pasado más
deprisa de lo esperado, y tenía que reconocer que aquel hombre era atractivo y
educado. No sabía muchas más cosas de él, y ni siquiera si lo que le había
dicho era verdad, pero no le importaba demasiado. En unos días volvería a su
rutina y Hans formaría parte de su recuerdo. Igual que lo harían nuevamente
aquellas calles y aquella ciudad. Salieron del restaurante. Ella le preguntó:
-
He olvidado pedir un taxi. Vuelvo enseguida.
-
En absoluto. Te llevo a casa. Perdón, al hotel. no pensarás que te voy
a dejar aquí.
-
Es que no quiero causarte ninguna molestia. Seguro que tienes planes
para mañana.
-
Sí, ir a Braunschweig y te recuerdo que has aceptado venir conmigo.
Los dos rieron a la vez. Hans
pulsó el mando que llevaba en su mano y ambos se dirigieron hasta el vehículo.
Él se adelantó hasta la puerta del acompañante para abrirla antes de que ella
pudiera alargar su mano.
-
Muchas gracias – dijo Virginia en un tono divertido. – No estoy
acostumbrada a tanta galantería, pero se agradece.
-
No hay de qué – contestó él cerrándola de nuevo cuando ella ya se
había sentado.
Llegaron al hotel. Hans apagó el
motor y las luces. Todo estaba tranquilo, como siempre. Además, después de dos
celebraciones casi seguidas la gente se había ido a dormir más temprano y, por
lo que había podido observar en el comedor durante el almuerzo, la mayoría de
los huéspedes superaban su edad. Las únicas luces que les acompañaban eran las
que el hotel había puesto para las fechas, encendiéndose y apagándose. Virginia
suspiró mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad. Sus expectativas no
se estaban cumpliendo en nada, respecto al propósito de aquellos días, pero lo
había pasado muy bien, sin recordar más que en los momentos en los que alguna
canción les decía que estaban en Navidad, que aquellas eran las fechas que ella
más odiaba. Hans permanecía mirando al frente, agarrado al volante, buscando
las palabras exactas que le ayudaran a
no dejarla escapar. Ella buscó su mirada antes de despedirse. Él se
giró.
-
Gracias por la invitación. Lo he pasado francamente bien - apuntó
Virginia esbozando una sonrisa.
Hans no dijo nada. Sus rostros
se fueron acercando como si hubiera un imán que los arrastrara. No pusieron
resistencia y sellaron sus labios al tiempo que cerraban sus ojos. Virginia
sintió una oleada de calor que atravesó todo su cuerpo y que sacudió su
cerebro. , se preguntó sin despegar sus labios de los
de aquel hombre que se aproximaba a ella delicadamente mientras empezaba a
abrazarla y abría su boca mordisqueando su labios para lamerlos con su lengua.
Ella lo alcanzó, y respondió a aquellas caricias con tanta furia que a punto
estuvo de clavarse el freno de mano en el abdomen. Sus lenguas se encontraron y
lucharon por vencer aquella batalla. Sus cuerpos se juntaron hasta donde los
asientos del vehículo permitían. Virginia sintió una mano recorrer, primero su espalda, después su
pecho. La respiración de ambos se hizo más intensa. Seguían besándose y
explorando, por encima de la ropa, algunas partes de sus cuerpos. Virginia
reaccionó e interpuso sus manos sobre el pecho de él para separarse. Se sentía
confusa pero deseaba más. Lo observó y pudo ver en los ojos de aquel hombre los
de alguien a quien alguna vez amó y que ni siquiera había recordado hasta ese
preciso instante. Pero desechó la idea de su cabeza y le susurró al oído:
-
No sé si esto está bien. No lo estropeemos. Ni siquiera puedo
invitarte a la última copa. El bar debe estar cerrado hace rato – pronunció con
la esperanza de obtener la respuesta deseada.
-
Pero yo sí – contestó él al instante.
Sus ojos brillaron y trató de
disimular que eso era lo que justamente estaba deseando, aunque no habría dado
el paso de invitarse ella misma por nada del mundo.
-
Podrían verte algunos de tus compañeros – contestó.
-
En mi casa. No vivo lejos de aquí.
Virginia calló y se lo pensó dos
veces. Quería y no quería. En realidad no lo conocía de nada, o eso creía ella.
Hacía mucho tiempo que su corazón estaba vacío y no se planteaba ni de lejos
iniciar una relación con nadie. No tenía ni tiempo ni ganas. Desde su divorcio,
los hombres eran para ella como un mal recuerdo, y no es que le faltaran
pretendientes. Su nueva faceta de escritora le había proporcionado algunas
oportunidades, pero siempre las esquivaba con alguna excusa bien estudiada. En
realidad, no había llegado el momento…hasta aquella noche. No sabía si era el
vino, el acento, el porte, sus ojos, su sonrisa, pero aquel hombre imprimía en
ella el recuerdo de alguien que le resultaba familiar.
-
¿Recuerdas la
última vez que nos vimos?
-
¿Cómo? –
contestó ella confundida.
-
La última
vez…la recuerdo como si fuera hoy mismo. Me pasé esperando varias horas a que
llegaras. Pero no lo hiciste.
-
No me gusta
este juego. ¿Quién eres? ¿qué sabes de mí?
Virginia se había puesto nerviosa y quería salir del coche, pero el sujetó
su mano y se lo impidió. Ella lo miró con desprecio y sus ojos se llenaron de
lágrimas.
-
Habíamos
acordado colocar sobre una losa, justo delante de tu casa, la señal que nos
indicara dónde nos veríamos.
El desprecio se volvió asombro. Buscó en su cerebro algo que la
ayudara a recordar. Quería pero no podía. Había borrado de su mente muchas
cosas del pasado. Le hacían demasiado daño. Él temía que con sus palabras
hubiera echado a perder aquella oportunidad que se le había brindado. La soltó
y volvió a sujetar el volante presionándolo con fuerza mirando de nuevo al
frente.
-
Si quieres
puedes marcharte. No te quiero retener aquí si tú no lo deseas. Quizás hayas
olvidado que hubo un día en que nos amamos. He cambiado mucho, lo sé. Han
pasado más de veinte años.
-
¿Quién eres? –
preguntó ella, que en el mismo instante que formulaba la pregunta recibió la
señal que estaba buscando.
Lanzó un grito ahogado mientras se tapaba la boca. Clavó sus ojos en
los de él y lo escudriñaba sin disimulo, buscando alguna prueba, mientras las
imágenes del pasado bombardeaban su cerebro. Entonces se atrevió a pronunciar
su nombre:
-
¿Hans?
Él afirmó con la cabeza.
-
¿Hans…? No
lograba recordar su apellido. Eran demasiados años y demasiados recuerdos
borrados, creía que para siempre.
-
Hans Gerber.
-
No puede ser.
-
El mismo –
contestó él echando mano a su cartera para que ella pudiera comprobar su
identidad – aquí tienes.
Le mostró su pasaporte y mientras ella lo leía él se dispuso a
mostrarle otra foto que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. Había querido
enseñársela durante la cena pero no se había atrevido. Era la muestra
definitiva de quien era y qué aspecto tenía con poco más de quince años.
Virginia la tomó entre sus manos y sus ojos se encharcaron de lágrimas. No
podía mirarlo a la cara. No podía enfrentarse a su pasado. Suspiró
profundamente y el llanto acudió a su garganta.
-
No quiero que
llores- le dijo sujetándola por los hombros mientras ella se vencía y se
abrazaba a él.
El llanto se volvió más fuerte y él tragó saliva varias veces para
evitar romperse en mil pedazos. No quería hacerle daño. Solo que lo recordara.
Pasaron varios minutos antes de que ella pudiera hablar.
-
Sí, ahora que
lo dices…
Asintió con la cabeza. Abrió su bolso y buscó en su interior. Sacó la
caja que contenía las piedras y se las mostró.
-
Tantas piedras
como calles de distancia desde nuestro punto de referencia.
Ella lo miró sonriendo y le preguntó:
-
¿Estabas a
tres calles de mi casa?
-
Sí,
esperándote.
-
¿Y no viste
como nos marchamos? ¿Casi con lo puesto?
-
No. Sabía que
tu padre desaprobaba nuestra relación. Aunque no sé por qué. Me acerqué hasta
allí después de esperar lo que me pareció una eternidad. Cuando llegué no vi a
nadie, ni el coche de tus padres. Las ventanas estaban cerradas y las persianas
bajadas del todo. No supe qué pensar, así que volví a casa con la esperanza de
verte al día siguiente. Te llamé hasta desgastar tu número pero nunca había
nadie. Ni siquiera los vecinos supieron darme una respuesta. Y seguí
esperándote durante mucho tiempo. Tenía la esperanza que fueras tú quien dieras
señales de vida, pero eso no sucedió, ni aquel día, ni al siguiente, ni al
otro…hasta que llegaste ayer. No me lo podía creer. Al principio pensé que me
reconocerías, y me puse muy nervioso. Pero luego busqué algunas fotos de
aquella época y lo comprendí todo. Era casi imposible, aunque mi madre se
empeña en decirme que tengo la misma mirada de cuando era pequeño. Era un
adolescente flacucho, con cara de susto y algunos granos, que por cierto me
duraron bastantes años.
Ambos se echaron a reír. Ella se limpió con un pañuelo y le ofreció
otro a él. Volvió a ver la foto que todavía tenía en sus manos y lo miró.
Realmente no parecía el mismo. Sonrió al comprobar que los años lo habían
convertido en un hombre muy atractivo, alto, mucho más de lo que ahora
recordaba, con un cuerpo trabajado en el gimnasio, y sin rastro de aquel acné
que a ella nunca el importó demasiado. Le gustaba aquel chico, algo
desgarbilado, que la hacía reír cada minuto que pasaban juntos.
-
Es verdad,
ahora que me fijo, tus ojos son lo que menos han cambiado desde entonces.
Él no hizo demasiado caso al comentario. Sentía la necesidad de seguir
hablando. No quería perderla de nuevo. No sabía muchas cosas de ella pero sí
que era una mujer libre.
-
Comprobé tu
nombre y al ver tu segundo apellido ya no tuve más dudas. Eras tú.
-
Jugabas con
ventaja. Yo tampoco estoy igual, ni mucho menos. Éramos unos niños.
-
Lo sé, los dos
hemos cambiado mucho, pero cuando te ríes sigues siendo la misma. Lo he podido
comprobar esta noche, mientras charlábamos.
Antes de acabar de pronunciar aquellas palabras deseó habérselas
tragado, pero ya flotaban en el aire.
-
Hombre
gracias. Una manera muy sutil de decírmelo.
-
No, no. Estás
guapísima, de verdad.
Se hizo un silencio y Hans no pudo reprimir acercarse a ella de nuevo
y besarla con pasión. Ella aceptó sin resistencia. Eran demasiadas emociones. Y
aquel hombre le gustaba. Llevaban más de media hora en el coche y el frío
empezaba a colarse. Se separaron y él le preguntó:
-
¿Todavía
quieres esa última copa en casa? Tengo un rico ponche en casa. Lo preparo yo
mismo. Ya sabes, a los alemanes estas cosas nos gustan mucho. Sólo tenemos que
calentarlo.
-
¿Te refieres a
la bebida?
-
Bueno sí, eso
también – contestó riendo. – pero me refería a nuestro tradicional “Glühwein”.
Ahora lo puedes comprar en las grandes superficies, pero no es lo mismo.
-
Sí, recuerdo
el olor a bratwurts, a azúcar y a vino caliente en Navidad. Y aquella especie
de sopa. Mmmm, no me gustaba nada su olor, y veía a la gente tomarla en todos
los sitios. Aquel color verdoso medio espeso…
La cara de Virginia reproducía perfectamente el estupor con el que
recordaba aquello último. Parecía estar oliéndola. Hans sonrió.
-
Prometo no
ofrecerte sopa, le dijo divertido. Solo vino caliente, ponche o lo que
prefieras.
-
En realidad a
mi padre le gustaba mucho, incluso a mis hermanos. Pero mi madre y yo la
detestábamos. Nunca nos pudimos acostumbrar.
-
Entonces,
¿vamos a mi casa? No sé tú, pero yo me estoy quedando helado.
-
¿Por qué no? –
contestó Virginia regalándole una de aquellas sonrisas que tanto decía él que
le gustaban.
Hans encendió el motor del coche y tomó rumbo a su casa. Era un hombre
bastante ordenado y lo había dejado todo en perfecto estado antes de volver al
trabajo por la mañana. Vivía solo desde que se había separado, ya hacía
bastantes años, y no solía llevar mujeres a casa. Pero con Virginia era distinto.
Ella parecía tranquila. Todavía no podía creer lo que le estaba
pasando. Lo último que se imaginaba, cuando decidió hacer aquel viaje,
precipitándose a su pasado, era que iba a encontrarlo a él. Tampoco era tan
extraño, pensó, en definitiva era su país y había vivido allí casi toda su
vida. Había pensado en él durante algún tiempo, ya en España, pero los
acontecimientos en su familia habían relegado su recuerdo a un espacio muy pequeño,
casi diminuto. La idea de acostarse con Hans la sacudió de pronto. Imaginaba
que más tarde o más temprano sucedería. Iban a su casa, eran dos personas
adultas, se habían besado varias veces y, a juzgar por lo que había experimentado
en su cuerpo, se imaginó la escena y eso la excitó. Se ruborizó sin que él se
diera cuenta. Iba conduciendo concentrado, mirando al frente y en silencio.
¿Qué estaría pasando por su cabeza en aquel momento? ¿En lo mismo que ella? se
preguntaba sin atreverse a hablar. Parecía como si le hubiera adivinado el
pensamiento cuando de pronto le dijo:
-
Me gustaría
saber más cosas de ti. Qué has hecho durante todos estos años. Dónde has
vivido. Si tienes familia. Por qué te marchaste. Por cierto: ¿Cómo están tus
padres?
La pregunta parecía completamente inofensiva, no había más intención
que la de rellenar los minutos que quedaban antes de llegar a su casa. En
realidad lo único que le importaba era ella. Por el rabillo del ojo y ante el
silencio por respuesta pudo observar cómo su gesto se ensombrecía. Se apresuró
a hablar de nuevo.
-
Solo si tú
quieres. Debió existir una razón muy fuerte para que tú y tu familia os fuerais
de aquella manera, pero si no quieres contármelo lo entenderé.
-
Muy pocas
personas lo saben. No me gusta hablar de ello. Me hace demasiado daño, aunque
quizás vaya siendo hora de sacarlo fuera.
-
Tenemos más
días.
-
Sí, una semana
por lo menos – se apresuró ella a contestar - Mis padres murieron hace ya
algunos años. Mi madre murió primero. Luego él. Casi no me veo con mis
hermanos, ambos están lejos. Vivo sola desde que me divorcié.
-
Entiendo –
contestó él por contestar algo.
La verdad es que no había nada que entender porque no conocía las
razones, pero no sabía qué decir.
-
Lo siento. Mi
padre también murió hace tres años. Mi madre vive cerca y mis hermanos se
trasladaron a Hamburgo. Están casados y tienen niños. Los veo muy de tarde en
tarde. Mis viajes y mi trabajo no me lo permiten tanto como yo querría.
-
¿Y te has
casado alguna vez?
-
Sí, estuve
casado una vez, pero también me divorcié. Tampoco tengo hijos, y en el fondo me
alegro. No habría soportado alejarme de ellos. Me gustan mucho los niños.
-
Bueno, yo no
lo sé. La verdad es que dispongo de tan poco tiempo que en realidad nunca me he
parado a pensarlo. Ahora ya es un poco tarde.
Hans no contestó nada. No quería meter la pata de nuevo. Entendió que
la vida de aquella mujer no debía haber sido fácil. De sus palabras se
desprendían tristeza y rabia. Estaban a punto de llegar. El coche giró hacia
una calle más estrecha y disminuyó la velocidad. Sacó un mando de la guantera y
señaló a través del cristal a una puerta de garaje. Ésta se abrió y el coche
bajó la rampa hasta el parking. Habían llegado a su destino.
La vivienda era espaciosa. La decoración minimalista. Todo estaba en
orden. Solo un enorme Papá Noel junto a un árbol de Navidad distorsionaba el
conjunto. Hans observó que ella lo miraba con expectación, arqueando las cejas.
Era bastante grande, casi del tamaño de una persona. Entonces, imaginando
divertido su sorpresa, se situó a unos centímetros de la espalda de Virginia y aplaudió
una sola vez. Ella dio un respigo cuando aquella figura empezó a moverse,
balanceándose de izquierda a derecha, al tiempo que cantaba: “Navidad, Navidad,
dulce Navidad”…en inglés. Se llevó la mano al pecho expresando así su
sobresalto, al tiempo que él no podía evitar una carcajada, que pronto se le
contagió a él.
-
Es mi
faceta…cómo se dice…¿Hortera?
-
Sí, bastante hortera.
No te lo voy a negar.
Hans se apresuró a desconectarlo. De otro modo cantaría la canción
completa y a esas horas sus vecinos no dudarían en llamar a la policía. Eran más
de las doce de la madrugada y aunque el día siguiente seguía siendo fiesta, los
alemanes, por lo general, eran muy estrictos con aquellas cosas.
-
Siempre me han
gustado estos muñecos, de pequeño soñaba con comprarme uno y al final lo
conseguí– dijo él acercándose a ella hasta alcanzar una distancia tan corta que
podía respirar su aliento.
-
Bueno –
contestó ella algo cortada – y esa copa de vino caliente que me has ofrecido…
¿dónde está?
-
Voy ahora mismo.
Acompáñame si quieres a la cocina. la calentaré en un momento. Puedes dejar tus
cosas en mi habitación. Junto a la ventana verás una percha. Y puedes quitarte
los zapatos si quieres. No sentirás frío en los pies. La calefacción está
instalada en el suelo.
PepaFraile 2013
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